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Fernando Ruiz Solórzano fue la expresión humana de lo divino. De alma yucateca, aunque michoacano de nacimiento, su gran simpatía y don de gentes conquistó a todo aquel con quien se relacionaba. El número tres era su favorito y los tres grandes amores de su vida fueron: Cristo, La Vírgen y Yucatán. 

No se olvidan sus primeras palabras al aterrizar en el aeropuerto de Mérida: “Yucatán para la eternidad, soy todo tuyo”. 

Fernando nació el 10 de octubre de 1903 en la ciudad de Pátzcuaro. Don Rafaél Ruiz, su padre, trabajaba como rebocero, oficio que no le reportaba grandes ganancias y le requería viajar constantemente. Fernando y sus dos hermanos, Carmelita y Rafael, permanecían al cuidado de su madre, doña María Solórzano. La situación económica familiar se hizo aún más difícil con la muerte de don Rafaél. Fernando se vió en la necesidad de trabajar para apoyar a su mamá y es así como a los 10 años inició su vida laboral como empleado de don Alfonso Alta en su tienda de abarrotes. 

Desde aquella época ya manifestaba su anhelo por ser sacerdote y en sus juegos de niño todo giraba alrededor de la vida religiosa.

En 1916, a la edad de 13 años, Fernando ingresó al seminario de Morelia. Siendo diácono, en 1928, unos hombres armados irrumpieron en el seminario a causa de la persecución religiosa por mandato de Plutarco Elías Calles. Fernando fue llevado preso y durante 22 días permaneció en una oscura y pequeña celda. Fue gracias a su amable carcelero que pudo conseguir lápiz, papel y cigarros y logró escribirle a su madre, doña María, quien con ayuda de un contacto de la familia pudo salvarlo de ser fusilado. A los pocos días, el 24 de marzo de ese mismo año, fue ordenado sacerdote por don Luis María Martínez, rector del seminario y gran amigo suyo.

Javier Tejeda Ruiz, hijo de Carmelita, recuerda el día en que su tío fue investido como arzobispo en 1944 cuando él tenía ocho años, y comenta: “Siempre quisimos mucho a mi tío, le decíamos el Tío Paye (tío padre). Cuando éramos niños mis hermanos y yo, llegaba de algún viaje nos llamaba y corríamos a su cuarto; al entrar nos decía: les traje cohimbras, ¿qué es eso?, dijimos la primera vez, en eso saca una bolsa de chocolates y nos la da, nos pusimos felices, eso era cada vez que viajaba. Cada domingo nos regalaba una moneda de plata de 50 centavos, que era bastante en aquella época, y nos íbamos muy contentos. Siendo yo un jovencito venía a Mérida para la temporada, me daba dinero y me mandaba con Miguel (su chofer) a la playa, me decía: toma este dinero para que invites a las muchachas. Eso me encantaba. Era un hombre muy espléndido, humilde y comprensivo de una gran elocuencia, enganchaba al público en su plática”. 

Al llegar a Mérida Fernando ocupó Villa Donata ubicada en Itzimná frente al monumento a la Patria.

Hombre comprensivo

Un día estando en su despacho su asistente le anunció que una monja había ido a verlo. Al pasar le comunicó muy agitada que una de las señoritas consagradas había quedado embarazada, a lo que él, con toda tranquilidad respondió: ¿Sí?, ¿y qué más?, pues que ¡está embarazada!- repitió la monja- Sí, y ¿qué más? -contestó-, ¡¿Le parece poco, don Fernando?!, preguntó la monja con estupor, y él le dijo: “Pues sí, una mujer tuvo una reunión con un hombre y se embarazó”. Y ¿qué le vamos a hacer, qué castigo vamos a aplicar? -replicó la monja- a lo que el arzobispo respondió: “¡Ningún castigo!, lo que se va a hacer es llevarla con un médico para que la atienda y dé seguimiento a su embarazo, cubrir con los gastos y con todo lo que se necesite, yo más adelante iré a verla”.

Era un hombre comprensivo, de mente abierta y sencillez extraordinaria. Cuenta el padre Samuel Lemus, en su libro Fernando Ruiz Solórzano, que cada cierto tiempo le pedía a Miguel, su asistente, que lo condujera a la casa de una señora humilde, de edad avanzada que padecía lepra, ahí la visitaba y hasta la peinaba.

Como todo ser humano, también tenía imperfecciones y defectos. No era madrugador y comía muy mal. Decía que era “inmoral levantarse temprano”.

Cuando alguna comunidad le pedía celebrar misa a primera hora, sus palabras eran: “Con mucho gusto, sólo tengan en cuenta que no soy lechero. A alguna hora decente iré y celebraré con la condición de que no me preparen desayuno, ni pan, ni pastelito, ni chocolatito, ni leche, fruta ni dulce”.

Fue un hombre que disfrutaba mucho más de la lectura que de la música, y como prueba de ello, junto a su cama siempre estaba un ejemplar de El Quijote de la Mancha.

Enemigo acérrimo de chismes y habladurías, nunca guardó resentimiento por nada a nadie; como el tiempo, que sigue su camino con la mirada firme y sin mirar atrás, el pasado no existe más que para alegrarse. Hombre sabio que teniendo la certeza del carácter pasajero de la vida, aprovechó el tiempo, pues sabía que éste no regresa.

Generosidad profunda

Fernando Ruiz Solórzano fue uno de los hombres más queridos y respetados en nuestro estado. Su generosidad fue tan profunda como el amor que los yucatecos le prodigaron.

Durante los 25 años que vivió en Yucatán, gozó de amistades verdaderas y leales, como la de Arturo Ponce G. Cantón, con quien cada año viajaba a Europa y quien además estuvo con él en el último día de su vida. 

El 15 de mayo de 1969 falleció camino a Nápoles, Italia, a bordo de un barco llamado “Michel Angelo”.

Dicen que uno muere como vive, ese fue el caso de don Fernando Ruiz, qien siempre recitaba su poema predilecto de Manuel Gutiérrez Nájera, del que colocamos un fragmento:

Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca sueño la agonía
y el alma un ave que remonta el vuelo…

*Abogada y amante de la historia.

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