Felipe Escalante Ceballos
Foto: Enrique Osorno
La Jornada Maya
Lunes 20 de mayo, 2019
Una mañana de 1976 se extendió un rumor en la antigua Penitenciaría Juárez. Se había fugado el [i]Chop[/i] (tuerto) Santamaría, peligroso recluso con numerosos antecedentes por homicidio y lesiones.
Era fama que cuando los agentes de la policía judicial del estado recibían la orden de detener a Santamaría, antes de cumplir con su cometido se dirigían a la iglesia más cercana para confesarse y comulgar.
Para ejecutar una orden de aprehensión contra [i]El Chop[/i], la procuraduría de Justicia enviaba cinco o seis elementos, cuando que en otros casos bastaban dos policías para lograr la captura del acusado. El violento sujeto era temible.
Un par de días después de la supuesta evasión, los detectives de la policía judicial esclarecieron el asunto. No había tal fuga: el cuerpo de Santamaría apareció flotando en las pestilentes y negras aguas del enorme sumidero del penal, donde convergían los drenajes de todo el edificio.
El cadáver del [i]Chop[/i] tenía alrededor del cuello una cuerda de hilo de henequén, con la que había sido ahorcado, según se dijo en el resultado de la autopsia practicada poco después.
Hechas las indagaciones correspondientes, los investigadores señalaron como responsables a dos reclusos, Marcelino y Ambrosio, quienes tramaron dar muerte a su compañero de presidio como venganza porque tiempo atrás el [i]Chop[/i] había abusado sexualmente de la hermana de uno de ellos.
Dada la capacidad combativa de Santamaría, era imposible que Ambrosio y Marcelino pudieran enfrentarlo, por lo que urdieron una treta para privarlo de la vida.
Como por su enemistad con Santamaría el hermano de la abusada no podía acercarse a él, el otro recluso se prestó a la traición. Una noche, cuando las luces del interior del penal ya se habían apagado y la guardia se había retirado, Ambrosio se acercó sigilosamente al Chop y le dijo que podían huir de la prisión, pues él había visto una posible ruta de escape.
Por indicación de Ambrosio ambos reos salieron al patio del penal, procurando no ser vistos por los centinelas que vigilaban desde los techos del reclusorio. Mientras su compinche señalaba un árbol, un muro saliente y otras partes de la edificación que podían ser escalados, Santamaría se distrajo observando los lugares indicados por su compañero.
En eso, Marcelino, que había permanecido agazapado en las sombras, con una larga soga de henequén rodeó rápidamente el cuello del [i]Chop[/i]. Cada uno de los conjurados sujetó un extremo del cordel, procurando quedar fuera del alcance de la víctima y entre los dos tiraron de la cuerda fuertemente, hasta ahorcar a su enemigo. Consumado el crimen, arrojaron el cuerpo al sumidero donde fue hallado dos días más tarde.
Consignados los hechos al juzgado 1º de defensa social, del cual yo era el titular, me dispuse a recibir las declaraciones de los homicidas en la secretaría del tribunal, pues en ese entonces el edificio carecía de rejillas para prácticas y el juzgador tomaba conocimiento directo de los presuntos criminales.
Como únicamente el juez y el actuario pertenecíamos al género masculino, en tanto que la secretaria del juzgado y las tres escribientes eran del bello sexo, para llevar al cabo la diligencia solicité auxilio al director del penal, quien me proporcionó a otros dos reclusos –según él, de su entera confianza-, para custodiar a los homicidas durante sus respectivas declaraciones.
Por fortuna, tanto Marcelino como Ambrosio serenamente reconocieron su responsabilidad en el crimen y la práctica judicial transcurrió sin incidentes, a pesar de que por la peligrosidad de los acusados el nerviosismo del personal del juzgado era evidente.
Qué bueno que se ha creado la figura del juez de ejecución de sentencia -encargado, entre otras cosas, de vigilar las relaciones entre los presos-, para dar seguridad a los propios reclusos y evitar, en lo posible, otro atentado como el homicidio del Chop Santamaría.
[i]Mérida, Yucatán[/i]
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