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José Ramón Enríquez
Foto: Archivo
La Jornada Maya

Miércoles 24 de abril, 2019

El día primero de abril de 1939, hace ya ochenta años, Franco firmó su último parte de guerra en el cual anunciaba que, “cautivo y desarmado el ejército rojo”, la Guerra civil española había terminado. El vencedor sabía que era una mentira vil lo que anunciaba: la guerra habría de continuar en la paz.

La paz de la posguerra fue un ataque sistemático para romper en los vencidos no sólo cada hueso, cada tendón, cada músculo que les quedara vivo sino también cada resquicio de su memoria.

Quizás la mejor manera de recorrer aquellas huellas de hace ochenta años cuando la pax franquista se enseñoreó en España ha sido leer con el fervor del jueves y del viernes santos [i]Los girasoles ciegos[/i] (Anagrama), aquel libro único que escribió Alberto Méndez. Único porque la muerte por cáncer lo sorprendió apenas publicado, en 2004, y único porque joyas como esa no pueden darse muchas para culminar la poderosa narrativa sobre un tema como fue el dolor inacabable de una posguerra para los vencidos. ¡Ay de los vencidos!

[i]Los girasoles ciegos[/i] consta de cuatro relatos que pueden leerse independientes uno del otro, pero tienen dos conexiones fundamentales, el primero con el tercero y el segundo con el último, precisamente el que da título al libro. Todos tienen como tema la caída después de la guerra, más concretamente en los cuatro primeros años de la derrota. O de la Victoria, con mayúscula, según la mitología que desde un primer momento intentan imponer los vencedores.

En [i]La Primera derrota: 1939[/i] o [i]Si el corazón pensara dejaría de latir[/i], un vencedor decide no serlo y escoge volverse un rendido, no un desertor porque “un desertor es un enemigo que ha dejado de serlo; un rendido es un enemigo derrotado”. Y elige serlo porque comprende la usura de los Victoriosos, que no “queríamos ganar la Gloriosa Cruzada... queríamos matarlos”. Desde su primer relato, Alberto Méndez apunta a lo privativo de la Cruzada española: se trataba de aniquilar al derrotado, no de ganar la guerra.

En [i]La Segunda derrota: 1940[/i] o [i]Manuscrito encontrado en el olvido[/i], un vencido narra cómo entierra a su hermosa amada y alimenta mientras puede al hijo de ambos recién parido. Es “un poeta sin versos” que sólo quería “ser un rapsoda entre las balas”. Poesía y nueva vida se hielan en la caída final, la muerte.

En [i]La Tercera derrota: 1941[/i] o [i]El idioma de los muertos[/i], como una Sherezade, el derrotado que enfrenta a su juez entiende cómo envolverlo para ganar un tiempo que al final le resulta innecesario y elige, entonces, ser aniquilado.

Y en [i]La cuarta derrota: 1941[/i] o [i]Los girasoles ciegos[/i] Alberto Méndez teje un coro a tres voces, la del niño derrotado que comienza su posguerra en la más terrible angustia, por cuanto todo le resulta entre borroso e incomprensible; la de un obsceno fraile vencedor que, por carta, se confiesa al superior, sin esperanza de absolución posible; y la del propio autor que ata magistralmente no sólo las historias sino el sutil sentido mismo de todos sus relatos.

Creador sin publicidad, Alberto Méndez, estuvo en el PCE, fue un lector voraz, inclusive editor, se mantuvo en humilde fidelidad a lo que debía decir, rumiando, entendiendo, reescribiendo para luego irse sin ruido.

El llamado a una cruzada ha terminado siempre en el calvario y con sus correspondientes crucificados. No importa si fue lanzado por Pedro el ermitaño, San Bernardo, los golpistas nacionalcatólicos o George Bush hijo. Lo privativo de España es que el llamado a la cruzada continuó con toda su crueldad en la posguerra. Y Alberto Méndez tejió con lucidez el sudario para los derrotados por aquella Victoria.

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