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José Ramón Enríquez
La Jornada Maya

Miércoles 17 de abril, 2019

Yo nada sabía del cardenal Bergoglio más allá de la información periodística que surge en torno a un cónclave tan extraño, con un papa aún vivo. Ése era buen augurio de que la cerrazón imperial podía modificarse. Mi candidato natural, desde la anterior elección, era otro jesuita, el cardenal Martini, pero su párkinson lo hacía inviable, así que sólo me quedaba esperar a que fuera lo menos malo entre esa cúpula gerontocrática sin sustento evangélico. Pero muy pronto Francisco me ganó y me entusiasmé cada vez más con su llegada.

Y debo hacer una aclaración sobre el comenzar una nota con la palabra “yo”. Cuando se habla de fe, de condición o de convicciones profundas tiene que hacerse desde la primera persona del singular. No caben ni el plural mayestático ni esa tercera persona tras de la cual suele esconderse la responsabilidad de un autor. Mi entusiasmo por Francisco no ha desaparecido. Su último gesto de besar los pies de los beligerantes en Sudán queda para la historia.

Pero hay una asignatura pendiente: el pánico eclesial al sexo, una dimensión del ser que exige ser liberada de las catacumbas. Por ejemplo, la bonhomía de Francisco, su empatía con pobres y ciertas víctimas, así como sus cambios en formas que en una institución milenaria son necesariamente de fondo no son, sin embargo, suficientes para sacarlo del laberinto en que el problema de la pederastia eclesiástica lo ha sumergido. Porque no es ese el problema principal, es sólo una manifestación del verdadero, al cual Francisco no quiere, no le permiten o es incapaz de enfrentarse: la sexualidad humana.

A principios de su pontificado, al hablar sobre homosexuales, el papa Francisco preguntó “¿Y yo quien soy para juzgarlos?”, yo me respondí con entusiasmo: un hermano. Hoy, en el momento de escuchar sus últimas declaraciones, a la misma pregunta yo me respondo con dolor: un verdugo.

Se golpea con muros a uno y otro lado. Los tradicionalistas lo ven como un infiltrado, los progresistas como un demagogo. Y es que el nudo que lo ata es ciego, sólo es posible cortarlo para salir de él.

Otro papa, Pablo VI, fracasó en el intento y lo resolvió con un golpe de autoridad. Así lo considera Andrés Torres Queiruga en un libro que recomiendo para estas épocas: La teología después del Vaticano II, editado por Herder en 2013. El problema, dice, “comenzó ya con las inexplicables interferencias de Pablo VI en la marcha conciliar, imponiendo la famosa nota praevia y reservando para sí temas como la regulación de nacimientos o el celibato obligatorio”.

Si el espíritu del Vaticano II era el aggiornamiento, poner al día a la Iglesia frente al mundo moderno, era preciso considerar a los laicos mayores de edad y, al menos, escucharlos de viva voz. Pero una asamblea de ancianos, célibes a la vista aunque algunos (muchos) con prácticas cuestionables y aun delitos en lo privado, estructuralmente misóginos y homófobos, cerrados a la voz de los cristianos de a pie, ¿cómo podía enterarse siquiera de qué era el mundo moderno?

Quizás a esto se refería el cardenal Martini al decir que la Iglesia tenía doscientos años de retraso. Y bien podían ser quinientos por lo menos.

Francisco se enreda, sin remedio, cuando habla de la mujer en la Iglesia, del feminismo, de impedir a quienes tengan rasgos homosexuales entrar a la vida religiosa, de la homosexualidad y la psiquiatría y da el mismo golpe en la mesa que dio Pablo VI para tirar las fichas al hablar del celibato, con lo cual pierde la autoridad moral ganada para imponer esa autoridad imperial de la que se alejara.

Es el momento para su aggiornamiento, ponerse al día.


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