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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 5 de abril, 2019

Otra vez, como cada año por estas fechas, la península de Yucatán arde. Y otra vez, como cada año, parecemos no saber qué hacer al respecto y recurrimos, como a palos de ciego, a las mismas acciones que se han llevado a cabo desde hace décadas: ante un incendio, se emprenden tímidas acciones de combate; se reconoce que los incendios se originan a partir de acciones humanos (de roza, tumba y quema), pero se justifican a partir del “saber milenario de los mayas”. De ser así, esta sabiduría nos conduce al desastre ambiental regional. La agricultura de roza, tumba y quema sigue siendo una de las causas más importantes de los incendios forestales del sureste mexicano, aunque no es precisamente la única. También hay cambios especulativos de uso del suelo, expansión de potreros, quema de basureros a cielo abierto, y un largo etcétera de causas menores o esporádicas.

El punto es que, en un escenario de cambio climático, en el que además como país y como estados hemos comprometido metas de reducción de gases de efecto invernadero, y de incremento de capacidades de captura de carbono, ver los incendios como algo normal y manejable es, por decir lo menos, irresponsable. Seguimos empeñados en que hay en nuestra región una “temporada de incendios”, como si fuera una estación del año, un simple fenómeno natural. Pero nos olvidamos con demasiada facilidad del hecho de que casi todos los incendios son provocados por alguna actividad humana.

El tema de la agricultura tradicional, de roza, tumba y quema, nos representa un problema biocultural muy hondo, frente al que hemos sido tímidos, considerando que enfrentarlo es violentar usos y costumbres ancestrales de los pueblos originarios. Lo que no es ancestral es la circunstancia ambiental que vivimos todos, campesinos o no, y que nos debe llevar a reconsiderar nuestras formas de relacionarnos con el entorno, de construir paisajes. Parece que no estamos dispuestos a hacerlo y, al menos en los tres estados de la península, seguimos debatiendo si hay que revisar y actualizar las leyes de quemas o modificar sus calendarios, como si usar el fuego agrícola únicamente durante determinadas fechas fuera a terminar con el riesgo de incendios forestales. Y cada año, reportamos cifras considerables de hectáreas perdidas por efecto del fuego.

Al mismo tiempo, nos prometemos alcanzar tasas de deforestación neta cero antes del año 2030. Al paso que vamos, lograr esa meta resultará punto menos que imposible. Ante un panorama que debería obligarnos a pensar en qué nuevas formas de apropiación del paisaje nos pueden permitir construir una vida de calidad, o “buen vivir”, como también se ha dado en llamarle, parecemos resignados a dejar que las cosas sigan su curso, sin mayor intervención. No hemos caído en la cuenta de la urgencia de mitigar las causas del cambio climático (reducir deforestación, hacer más eficiente el uso de la energía, depender menos de los combustibles fósiles, entre otras medidas), y de adaptarnos a una circunstancia climática diferente y muy probablemente adversa, como construir mejores viviendas con bioclimatización pasiva, cambiar las formas de producción de satisfactores por otras que no demanden grandes consumos de energéticos y agroquímicos, garantizar la conservación de una muestra relevante de la biodiversidad remanente, a través de áreas protegidas y otros instrumentos, generar ciudades más verdes, e incluso modificar nuestra dieta de manera que dependamos menos de las proteínas de origen animal.

Seguro que si hoy sometiéramos a consulta entre las comunidades mayas de la península la prohibición del uso del fuego como herramienta agropecuaria, ésta no resultaría en un consentimiento previo, libre e informado. Al contrario, desencadenaría una respuesta airada, plena de indignación. Y seguiremos entonces con los tímidos esfuerzos por generar calendarios de quemas que satisfagan las expectativas de ejidatarios y comuneros, y los aún más tímidos intentos por demostrar las bondades de hacer milpa sin quema. La milpa sin fuego implica más trabajo, durante más tiempo, de modo que resulta difícil convencer de sus ventajas aunque éstas pueden ser evidentes. Tapamos el sol con un dedo.

Hace unos días, una multitud de niños y jóvenes de todo el mundo levantó un lúcido clamor pidiendo a los gobiernos y a los poderosos del planeta que se tomen en serio el combate a los efectos del cambio climático, y que lo hagan ya, con sentido de urgencia. Nuestros gobiernos, en tanto, siguen pensando que el problema se resuelva con discursos, mientras reducen los presupuestos dedicados a emprender medidas efectivas de mitigación y adaptación, y discuten si con modificar un calendario se van a reducir los incendios. Mientras, la península arde.

Por otra parte, la concepción dominante de desarrollo rural les hace un pobre favor a las comunidades mayas. Se promueven extensos cultivos de caña de azúcar, palma de aceite y soya, en tierra mecanizables y con el uso intensivo de agroquímicos. Eso sí que desprecia el saber de los pueblos indígenas mucho más que los intentos por modificar la forma en que desarrollan su agricultura de autoconsumo, intentando adaptarla a las nuevas condiciones climáticas. Pero además, estas formas de agronegocios han avanzado y mucho me temo que avanzarán sobre superficies que fueron forestales, de manera que también significan pasos atrás en nuestra capacidad por enfrentar la necesidad de capturar el carbono presente en la atmósfera.

Es difícil encontrar frente a este panorama algún resquicio para el optimismo, pero no hay otra manera de vivir como no sea convencido de que hay futuro para nuestros hijos y nietos. Encontrar ese resquicio detrás del humo de los incendios es una labor que habrá que renovar cada mañana.

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