Elena y los tlaxcaltecas

José Ramón Enríquez
Foto: Archivo
La Jornada Maya

Miércoles 3 de abril, 2019

La Elena a la que me refiero en el título de esta nota es, desde luego, Elena Garro y, de partida, no quisiera que mi manera de separar el nombre de su apellido fuera una muestra más de la manera en que hemos cercenado a las mujeres de la literatura, sino todo lo contrario: un reconocimiento para quien la mención de su solo nombre propio remite al lugar que ocupa en nuestras letras.

También los tlaxcaltecas a los que me refiero son los del primer relato de Elena Garro, [i]La culpa es de los tlaxcaltecas[/i]. El que abre su libro [i]La semana de colores[/i], publicado en 1964 (reeditado por Alfaguara, en 2016, en su edición de Cuentos completos). Desde hace más de cincuenta años ha sido no sólo una obra maestra del género sino quizás la puerta más entrañable y, al mismo tiempo, brutal hacia el submundo del inconsciente colectivo de nuestro mestizaje.

La forma en que Elena Garro habitaba tiempos, paisajes, realidades y anhelos simultáneos así como profundamente contradictorios sigue siendo ejemplar. Podría decirse que ella fue la versión mexicana de una Alicia torturada en el país de las pesadillas, tanto en su vida real como en el universo multiforme de la ficción. Pero si nunca perdió la calidad de una mirada de niña aunada a la ferocidad de una mirada felina a punto de saltar al cuello de su presa o de saberse perdida ya entre las fauces y las garras de un tigre macho, mucho más fuerte, al cual fuera sacrificada por los suyos en ese ritual de muerte que habría de perseguirla siempre, ya como realidad comprobable, ya como paranoia sin aparente sustento.

Una lucha de dioses en la mente febril de una niña dulce y rubia. No sólo puede compararse a la Alicia de Lewis Carroll sino también al Doctor Jekyll y a Mr. Hyde de Stevenson luchando el uno contra el otro que es el mismo y provocando, a cada golpe, no sólo un chorro de sangre sino un zumbido constante dentro de la cabeza de nuestra niña rubia, apenas aliviado por su capacidad literaria en la cual resulta insuperable.

Desde luego, también me lleva a revisitar el relato de Elena Garro todo el ruido mediático que ha provocado la carta a Felipe VI del presidente López Obrador. Aunque para ubicar todo ese asunto podría acudir a otro relato de ese mismo libro, [i]El robo de Tiztla[/i], en el cual Candelaria, la lavandera, define sabiamente: “Siempre he dicho que palabrear para nada sirve. Uno habla y habla, y el sol sale y se mete, y llega la luna, y el quehacer parado…”

No, [i]La culpa es de los tlaxcaltecas[/i] no resulta palabrería vana, es un bisturí que alcanza a abrir heridas seculares. Muy anterior a los televisivos bucles para cruzar tiempos y universos, es una fantasmagoría porque sólo así se comprendía Elena Garro y así entendía su propia realidad: como lugar para un cotidiano sobrevivir en medio de enemigos y fantasmas.

La señora Laura quien se define como traidora y a la que Elena Garro construye como una Malinche mestiza o criolla, es Leli la niña que quería ser “mexicano”, en [i]La semana de colores[/i], y a la que Ceferino, uno de sus sirvientes indígenas que le enseñaron todo, sentencia, luego de mirarla con burla: “¿Mexicano?… Eres niña y tan güera. Tú eres española”. A ella “le dolieron las palabras de Ceferino: no quería que fuera mexicano”. Ya convertida en Laura sufrirá su doble condición, de mujer y de güerita, en tierra de machos prietos que violan a los débiles. Pero sufrirá también, hasta las entrañas, los remordimientos por estar casada con Pablo, en tiempos de López Mateos, cuando ella se sabe casada con su primo el indio en esa noche terrible de la caída de la Gran Tenochtitlán, hace ahora cinco siglos.

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