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del

Ulises Carrillo Cabrera*
Foto: pintura de Rafael López Castro
La Jornada Maya

Lunes 1 de abril, 2019

En Centla, Hernán Cortés alcanzó una victoria casi imposible, por lo que después del trajín del combate descansó tres semanas en Potonchán. Como nuevo señor de Tabasco, el nacido en Extremadura dio espacio de curación a sus heridos, dedicó tiempo a escribir sus futuros reportes a la corona española e impulsar una rudimentaria evangelización, todo esto antes de navegar hacia San Juan de Ulúa, uno de los pocos lugares del desembarco original que ha conservado el nombre impuesto por los conquistadores hace 500 años.

Sin embargo, esas tres semanas aparentemente ociosas, en lo que sería una furiosa conquista, resultarían ser clave en las batallas por venir, pues la guerra se gana con fuerza y, especialmente con inteligencia, y la inteligencia, la información y hasta la desactivación de emboscadas sería la especialidad de Malinalli, de doña Marina, que constituyó el mayor tesoro del botín de Centla.

Malinalli, Malintze, La Malinche, se ha convertido en el recipiente de los más sazonados odios e insultos de las crónicas oficiales. Ella es la más inmunda traidora, La Llorona que mató a sus hijos y, en el monumental sicoanálisis nacional que Octavio Paz plasmó en El Laberinto de la Soledad, ella es “La Chingada”, la que se abrió, la que se rajó y se entregó a otros, la que nos hizo un país de hijos de la chingada, de agraviados y vencidos.

En ese mundo de palabras y adjetivos sin accidentes o casualidades, uno no puede evitar observar que, en el 2019, el actor que aspira a ser el nuevo conquistador nacional, le haya dado un nombre tan cercano a “La Malinche” a su guarida; ésa es otra pieza de sicoanálisis histórico.

Ese odio por Marina no puede tener una justa base histórica, salvo que todos nos pongamos el traje de aztecas y digamos que México ya existía, como nación y con identidad similar a la nuestra, cuando llegaron los españoles; salvo que aceptemos la fantasía de los mexicas como héroes nacionales y no como los opresores del momento en 1519. El odio, el insulto institucionalizado a doña Marina, es en mucho un resentimiento ideológico creado por unos cuantos, para impulsar esa visión tricolor del Tlatoani eterno que sólo pierde si lo traicionan (y por eso hay que ser leales y obedientes como perros), para justificar el discurso y legitimidad histórica de quien gobierna desde una ciudad con actitud imperial hacia el resto del país..

Sin embargo, lo más dramático es que el odio a Malinalli convierte el rencor y el agravio en la versión oficial de nuestra historia. Esa mitología, a su vez, nos transforma en el país que nació del ultraje, sin otra misión que restaurar un honor supuestamente perdido. La siembra del malinchismo nos transforma en la nación que glorifica la derrota, que da dignidad superlativa al perdedor, que siempre -ya sea en el campo de batalla o en el césped de la cancha- cae de cara al Sol porque ese es su destino más honorable y deseado.

Doña Marina nació hija de un cacique menor en la zona de influencia de los mexicas; al morir su padre, la madre de Malinalli volvió a casarse. En una clásica historia de sucesiones por el poder, el padrastro se deshizo de ella y la veracruzana Malintze terminó vendida como esclava a mercaderes mayas. Así, en los tropiezos de la trata de personas de la época, ella terminó como tributo a Cortés a los 19 años. No llegó primero a él, fue “entregada” -lo que pueda significar esa palabra- a lugartenientes de la expedición, tal vez al propio Pedro de Alvarado, antes que Hernán Cortés se fijara en ella y la retuviera a su lado. Malintzin era ya una superviviente, una migrante forzada, una mujer sola, cosificada, pero con el tamaño y la inteligencia para escribir su propio capítulo en la historia.

Traidora no puede ser. Traicionada y esclavizada en el mundo prehispánico ¿qué lealtad podía pedírsele para los mexicas, los aztecas, los habitantes de Tenochtitlán, los de Centla o Potonchán? Es el equivalente a decir que hay más dignidad en un esclavo que es subyugado por alguien de su propia raza, que un esclavo con un amo que tiene color de piel y religión diferente. La esclavitud es la esclavitud, un esclavo moreno no es más digno por tener un esclavista moreno.

Nadie te insulta hoy diciéndote “tlaxcalteca”, y los tlaxcaltecas fueron los grandes aliados, los que dieron la fuerza militar y la mano de obra que fabricó armas y bergantines para tomar Tenochtitlán en 1521. Los tlaxcaltecas no eran traidores, estaban peleando contra los opresores de su tiempo; ellos veían en la conquista de Cortés la oportunidad de una exitosa rebelión contra la insoportable Tenochtitlán. Lo mismo, exactamente se puede decir de los totonacas, los cholultecas y algunos grupos mayas y chontales que pelearon en las filas dirigidas por Hernán Cortés. Ellos no podían traicionar a un país que no existía, una raza que no era única y universal; esos pueblos estaban -y quizá siguen- en su propia lucha de supervivencia y liberación. A “La Malinche”, nadie le da esa oportunidad para explicar su circunstancia histórica.

Prostituta, facilona, chingada, rajada. Ese es el otro cargo contra doña Marina. Curiosamente, al lado de Cortés y en la conquista, ella se convirtió en “Doña”. Bernal Díaz del Castillo se refiere a ella con ese apelativo de respeto y nobleza. Al lado de Cortés no fue usada para entretener, “cocinar” o “subir la moral “ a la tropa, como tuvo que hacer con mayas chontales y nahuas. Se convirtió en un ser humano valioso, esencial, pensante y de pensamientos tomados en cuenta.

Es precisamente ese último aspecto el que sin duda explica nuestro sembrado odio por Marina: era mujer con voz, mujer con ideas; no era ni madre sumisa, simple belleza encamable -aunque muchas crónicas refieren que era de una belleza notable- o cocinera abnegada. Era, en 1519, mujer con voz, con palabra y opinión. En el mundo misógino y machista que gobierna y escribió la historia oficial de México, nada peor que eso, nada más amenazante que una mujer dueña de sí misma, mujer superviviente de su circunstancia, mujer constructora de su camino, mujer conquistadora de su título de nobleza de “Doña”. Esa repugnante misoginia, con vergüenza, hay que reconocer es en mucho la explicación obvia de la denigración de Marina.

Porque hay otra mujer morena de ese siglo, de ese tiempo -de 1531 para ser exactos- que también se convirtió a la religión de los blancos y barbados, que sí contribuyó a volver más dócil a su pueblo, que también fue parte activa de la conquista. Esa mujer -también morena- usaba, vestimentas de tradición europea y apareció en el Tepeyac con un nombre claramente extranjero: Guadalupe, guadal, wadi: río; lupe, lupus: lobo.

Obvio, nuestra Señora del Río de los Lobos, a diferencia de Marina, es pura, es madre, es callada, resignada, abnegada, da consuelo y adorna pasivamente paredes y templos. Ella no conquista, sino nos perdona; atiende nuestros ruegos y causas perdidas, antes que cuidarnos de emboscadas; ella no es estratega activa y, por tanto, nadie, nadie la acusa de nada.

En 1531, exactamente el mismo año en el que una se plasma en la tilma de Juan Diego, la otra parece morir en Orizaba en medio de intrigas políticas y con una salud mermada por 12 años de batallas. Malintzin parece morir el mismo año que Guadalupe aparece, quizá reencarnada, amoldada como plastilina de una cultura machista y clasista. Bienaventurados los pobres. Dichosos los que sufren.

Marina en su vida reclamó muchos títulos y propiedades, pero entre ellos no estaba la abnegación de su tocaya de año. Dueña de sí misma, doña Marina fue el primer americano continental (hombre o mujer) que aprendió a hablar español, rudimentaria Sor Juana de la guerra. Primera diplomática mexicana en la negociación de acuerdos y tratados en Honduras. Primera defensora de pueblos indígenas, en opiniones fuertes en que exigió a Cortés y a otros ibéricos un trato más humano para sus compañeros de territorio. Si queremos ser más tradicionalistas, ella es también madre del primer mestizo histórico: Martín Cortés.

Si hubiésemos visto en ella el ejemplo del nacimiento de un pueblo contra todas las adversidades, tal vez seríamos otros. Los vencedores, los cosmopolitas políglotas, los verdaderos mestizos sin rencores por nuestros brutales padres que se destrozaron mutuamente con espada de acero y macana de obsidiana, ninguno santo, ninguno inocente. Si la hubiéramos arropado no seríamos malos hijos de la chingada, ni estaríamos atrapados en absurdos agravios míticos. Si fuésemos dignos hijos de La Malinche no glorificaríamos ser vencidos de cara al Sol, sino sabríamos encontrar el camino como triunfantes hijos de la chingada. En esa ruta, no seríamos el país que quiere volver al pasado, seríamos un país construyendo su futuro nuevo y no tratando, absurdamente, de reconstruir un mito que nosotros mismos inventamos.

Son semanas de descanso; sin embargo, vienen carnicerías inimaginables, crueldades impensables, viene pronto el infierno de Dante a la orilla del Lago. Curiosamente, en la nueva conquista, si también vienen acontecimientos dantescos, hace sentido que la nueva Marina, la del infierno contemporáneo, se llame Beatriz.

*Analista y escritor, meridano.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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