de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Cuartoscuro/archivo
La Jornada Maya

Miércoles 1 de marzo, 2017


El Colegio de México acaba de publicar un libro en el que se examinan los efectos del pago por servicios ambientales en comunidades del Ajusco, en el centro de nuestro país. Aunque aún no he tenido oportunidad de leerlo (solamente escuché por la radio un fragmento del evento de presentación de la obra), el tema me ha resultado lo suficientemente interesante y pertinente a lo que acontece en la península de Yucatán.

El Programa de Pago por Servicios Ambientales (PSA), fue diseñado con la finalidad de desincentivar la tala y el cambio del uso del suelo en los terrenos forestales. La idea era que los dueños de la tierra que aún conserva una cobertura forestal razonablemente saludable, evitaran cambiarla por tierras de cultivo o por potreros y dedicaran sus esfuerzos a conservar los bosques y las selvas remanentes en el país., fuera de las áreas naturales protegidas.

Otras modalidades del programa se dirigen a la conservación de la biodiversidad y de las áreas de captación de agua en las cuencas hidrográficas nacionales.

El modelo parecía sencillo: si una comunidad solicitaba incorporar sus tierras, o parte de ellas, al programa de marras, se debía comprometer a conservar la cobertura vegetal que las cubría y, en un plazo de cinco años, a presentar un programa de manejo que no modificara el uso del suelo; lo que podría convertirse en un patrón de uso del paisaje sustentable y, en el mejor de los casos, rentable. Por su parte, el ejecutivo federal se obligaba a entregar pagos a esa comunidad campesina, a razón de unos 400 pesos por hectárea, cada año. ¡Miel sobre hojuelas!, ¿no?

Pues no tanto, pues el PSA tiene que competir con otros subsidios y estímulos que contradicen su finalidad expresa, como el Procampo, que promueve el uso agrícola de la tierra, y el Progan, también del gobierno federal, dirigido a estimular la actividad ganadera. Cuando esos programas ofrecen estímulos más jugosos que el PSA, las comunidades –sujetas a situaciones de permanente escasez– suelen optar por el que mejor paga.

Por mucho que su “saber ancestral” les dicte las bondades de la conservación del monte, pesa más el monto, y si el Progan les ofrece mil pesos por hectárea cada año, no es de sorprender lo elijan, antes que dedicar sus tierras de monte a una conservación que les reportará, durante cinco años, solamente 400 pesos, por la misma superficie y con la misma periodicidad.

Además, no suele quedar del todo claro que se trata de un subsidio con “fecha de caducidad”, ya que al transcurrir cinco años, la comunidad subsidiada tendrá que presentar un programa de manejo de los predios beneficiados, donde garantice el uso forestal sustentable, bajo alguna modalidad, que puede ir desde el aprovechamiento de recursos forestales, maderables o no, hasta el establecimiento de unidades para la conservación y manejo de la vida silvestre, con un uso cinegético, que permita convertir la cacería en un negocio rentable más allá de la subsistencia o el establecimiento de infraestructura para la prestación de servicios de corte ecoturístico.

El armado de estas propuestas requiere de asistencia técnica especializada que cuesta dinero. No es de sorprender entonces que, al transcurrir los primeros cinco años de PSA, las comunidades se encuentren ante la encrucijada de conseguir recursos para pagar asistencia técnica y proponer un nuevo proyecto de apropiación del paisaje, o renunciar al PSA y volver a esquemas precarios de subsistencia, que muy probablemente atravesarán por el cambio de uso del suelo; es decir, por la roza, tumba y quema de la selva, con su consecuente deforestación. El riesgo de que el pago por servicios ambientales resulte en otro mecanismo para tirar dinero a la basura es evidente.

Si se quiere sortear este riesgo, las autoridades involucradas tendrían que hablarse entre ellas y acordar mecanismos de apoyo a las comunidades involucradas, que las permitan, en el mediano plazo, transitar hacia una sustentabilidad forestal, ambientalmente saludable, económicamente rentable, y culturalmente aceptable.

[i]Chetumal, Quintana Roo[/i]
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