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del

Ulises Carrillo Cabrera
Foto: Familia Casares Vales
La Jornada Maya

Jueves 26 de junio, 2020

Raúl Casares G. Cantón se sabía el [i]Canek[/i] de Ermilo Abreu de memoria. Lo mejor de todo es que lo sabía citar en el momento correcto para la alegría, la tristeza y, frecuentemente, para hacer posibles diálogos, acuerdos políticos y sociales que sólo él podía invocar.

“El futuro de estas tierras depende de la unión de aquello que está dormido en nuestras manos y de aquello que está despierto en las de ellos”, lo escuché recitar en más de una ocasión cuando en su mesa se sentaban tirios y troyanos a solucionar los dilemas de Yucatán, siempre bajo su auspicio y guía.

Conocía la letra de todas las canciones vernáculas de esta tierra y las sabía utilizar para iniciar, guiar o cerrar una conversación. “No te olvides, no te olvides de mi tierra” decía cuando en alguna reunión alguien -generalmente un político encumbrado o un aspirante a candidato- se olvidaba de lo que él sentía era el interés común de Yucatán.

Lo anterior es importante, porque además de su biografía como empresario visionario, Raúl Casares fue -por décadas enteras el discreto, pero eficaz guardián de la armonía social y política en el estado. Un guardián que no defendía el [i]status quo[/i]. Él quería ver evolución, mejora, dinamismo, desarrollo y, especialmente, democracia, pero todo construido con inteligencia y con el conflicto mínimo indispensable. “Hacer todo el bien posible y sólo el mal necesario” era una de sus frases favoritas.

Raúl tenía el talento y la altura moral, ganada a pulso, para sentar a la mesa a enemigos aparentemente irreconciliables, a fuerzas inmersas en disputas teóricamente insolubles y, claro, a gobernantes que parecían no escuchar razones. Ese es un legado enorme que también merece honrarse, especialmente en un estado que goza de una paz social que puede contar a Raúl entre sus arquitectos de fondo.

Si el presidente de la República venía a Yucatán a reunirse con los empresarios, la más de las veces el primero en hablar y marcar el tono de la reunión era Raúl Casares, con su don para decir con enorme delicadeza, elegancia y valentía las cosas que nadie más diría de inicio. Podía expresar las verdades más secas sin que nadie se sintiera ofendido; todos le reconocían ese talento.

Si las relaciones entre los gobernantes y los empresarios estaban en punto de quiebra e incendio, era Raúl quien aparecía para tejer el acuerdo y abrir el diálogo, todo con un café en su biblioteca y todos confiando en su palabra. Un acuerdo digno y franco hecho con Raúl como testigo, quedaba escrito en piedra.

Era duro para exigir lo que creía correcto, pero su clase y estilo le permitían jamás parecer grosero, sino siempre cordial. Si alguien quería destruir una orquesta o cerrar un museo, Raúl encabeza el dique de defensa exitosa por parte de la sociedad civil, siempre con caballerosidad, pero sin titubeos. La inteligencia vestida con la elegancia de la persuasión, ése era Raúl.

Si un candidato aspiraba a recibir riendas importantes en Yucatán, su mesa era un examen exigente que nadie podía evitar, acompañado de los sinodales más estrictos que sólo él podía sentar en un mismo espacio. Ahí se acabaron muchos sueños, se desinflaron ingenuas ilusiones y, claro, se construyeron muchos proyectos viables.

Vamos, si un gobernante se equivocaba crónicamente en sus decisiones económicas, sociales y hasta de sucesión, ahí estaba Raúl para decirle de frente, como voz de muchos y sin que la sangre llegara al río, la verdad necesaria. El anfitrión perfecto, en tiempos no tan lejanos, sentó en su comedor a quien es hoy el presidente de México y lo hizo escuchar las críticas necesarias.

Claro, una mente capaz de todo eso, nos dejó tesoros invaluables en muchas áreas de la actividad humana. Raúl no escribió un libro, eso es poco, nos dejó una enciclopedia entera. La obra que él hizo posible [i]Yucatán en el Tiempo[/i], es un texto obligatorio. Él fue co-arquitecto de la Orquesta Sinfónica de Yucatán y en mucho el [i]alter ego[/i] de otro coloso, Adolfo Patrón, cuando de impulsar ideas ciudadanas se trataba. Nos deja también su compromiso con la filantropía, ahí está el Proyecto [i]Alborada[/i], una apuesta en la educación como la mejor política social.

Cuidadoso en todo, fino y puntual hasta lo legendario; nadie portaba una mejor guayabera ni la portaba mejor que Raúl Casares, a quien no recuerdo que haya llegado tarde a una sola cita.

Ni con todo lo que la vida le dio y luego él le dio a la vida de regreso, era soberbio. Confesaba en tono de broma que su epitafio debía ser: “murió sin un peso, pero en su peso”, con una vanidad sana que deberíamos copiarle.

Fue empresario, es cierto, pero ser empresario le sirvió para ser mucho, mucho más que eso. Creador de belleza y patrimonio arquitectónico, patrono de las bellas artes, mecenas, albacea de la obra de Castro Pacheco, un hombre universal, un ser humano feliz y espiritual, esposo y padre.

Amaba Yucatán, le brillaban los ojos cuando hablaba de esta tierra. Una de mis últimas memorias lo recuerda dirigiendo, con una sonrisa generosa y un ánimo lúdico, un improvisado coro de niñas y niños que cantaban en los pasillos de Xtepén “por tu porte de Venado y tu belleza de faisán”. Es cierto, ya no está con nosotros, pero estoy seguro que él seguirá siempre, con su porte de venado y su elegancia de faisán, velando por Yucatán.

Tengo esa certeza, porque alguna vez él me dijo que Canek le había enseñado que: “Las cosas no vienen ni van. Las cosas no se mueven. Las cosas duermen. Somos nosotros los que vamos a ellas”. Él debe estar yendo hacia cosas maravillosas. Descanse en paz Raúl Casares.

Edición: Emilio Gómez


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