Un brazo del alma

Andrés Silva Piotrowsky
Foto: Afp
La Jornada Maya

Domingo 21 de junio, 2020

[i]Para Hugo Castillo, en memoria de su padre y del mío[/i]

“Es como si te amputaran un brazo del alma”, le dijo su amigo poeta apenas un día después de haber cremado a su padre. Esa idea de mutilación rondó su pensamiento varios días. ¿cómo se vive después de que te cortan un brazo? Quizá la insuficiencia de una prótesis se vaya diluyendo con el tiempo y te acostumbres a las limitaciones de esa extensión ajena a tu cuerpo, cavilaba. Pero, ¿cuáles son las prótesis del alma? Su amigo también tuvo una respuesta: la memoria, los recuerdos.

Se echó un clavado en la relación escueta que tuvo con quién lo procreó; realmente no había nada notable a primera vista, pues tras la prematura muerte de su madre él se mudó a casa de una hermana que prácticamente lo adoptó, de modo que no había muchos asideros en la infancia; no al menos de esos que se fincan en los lugares comunes de las paternidades responsables que dictan las buenas conciencias; realmente su relación más fecunda se dio durante la adolescencia, etapa en que lo visitaba para presentarle a alguna novia o con amigos para seguir la farra; así fueran las tres de la mañana la cara de su padre asomaba por la ventana de un segundo piso con una felicidad infantil y a pesar de que para entonces la esclerosis ya impedía la movilidad de sus piernas, siempre estuvo dispuesto a escuchar las extravagancias de sus amigos y las propias.

A veces lo visitaba los sábados y veían juntos alguna película antigua en la televisión. El viejo, sentado en un sillón reclinable con su [i]chínguere[/i] a un lado, así le llamaba al aguardiente que lo acompañó hasta el último día. Algunas veces lo veía desde la mesa leer a sus autores clásicos preferidos, desde Sófocles a Víctor Hugo. Era una especie de obrero letrado intransigente: Borges le parecía artificioso y León Felipe, blando. Le gustaban las historias donde se empeñaba la vida heróicamente y contadas sin tanto rodeo. Desde muy niño lo hizo alucinar con Edipo Rey, tragedia que contaba con tal vehemencia que al llegar a la escena en que se saca los ojos, llevaba sus manos a la cara y parecía que reproduciría la autoflagelación del Rey de Tebas.

Pero la impronta más notable fue cuando presenció la visita del único amigo que le quedaba a su padre, todos habían muerto menos el Concho. Se saludaron sin efusividad, se sentaron frente a frente, su padre le preguntó si recordaba al menor de sus hijos, el Concho asintió con la cabeza, levantó una mano para saludar y siguieron bebiendo su [i]chínguere[/i], de cuando en cuando rompían el silencio con una pregunta y una respuesta imperceptibles. Decidió salir para hacer compras y al regresar los encontró en la misma postura y con el mismo mutismo; siguió observando desde un ángulo del comedor, hasta que el Concho se levantó y se fue. Pocos días después murió y su padre le confesó que ya no tenía sentido la promesa que se hicieron de jóvenes: recibir el año 2000 en las puertas de catedral, querían la experiencia de cambiar de siglo y de milenio, pero no les alcanzó la vida.

Poco alcanza la vida, en efecto, para seguir todos nuestros anhelos y en tiempos de pandemia las grandes aspiraciones se han reducido a lo más elemental, que ahora es privilegio, para la superviviencia.

Y aunque muchos estemos rotos por las pérdidas irremediables, hay pequeñas cosas en lo cotidiano que no por mínimas dejan de explicar lo más relevante de la vida, como contar con alguien para compartir el silencio y honrarse sin aspavientos, al calor de las miradas que como una hoguera arropan y dan aliento en los días aciagos.

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Edición: Elsa Torres