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Eduardo Lliteras Sentíes
Foto: Ap
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Martes 2 de junio, 2020

Antes de que iniciara la pandemia de Sars-CoV-2 el mundo estaba agitado por manifestaciones. De Hong Kong a Beirut, Santiago de Chile, París, las manifestaciones se multiplicaban y escalaban en violencia cuando estalló el contagio y el cierre de ciudades. Para numerosos gobiernos la imposición del confinamiento fue un alivio, puestos en jaque por protestas combinadas con guerrilla urbana, y declaratorias de fin de régimen.

Tras unos cinco meses de coronavirus, las manifestaciones han estallado de nuevo, como se preveía. Ahora, al enojo social con el modelo económico global que naufraga, se suma el daño económico y social, brutal, provocado por la parálisis y por plagas endémicas e históricas como el racismo.

En efecto. Fue suficiente una “chispa” para desatar un incendio de proporciones históricas en la potencia americana de pies de barro.

El brutal asesinato de George Floyd a manos de policías racistas de Minnesota por asfixia, como confirmó una autopsia independiente, hizo huir al presidente Donald Trump a un búnker bajo la Casa Blanca, envuelta en las tinieblas como en alguno de los filmes apocalípticos que tanto gustan a la industria cinematográfica estadunidense producir año con año. La obsesión con el fin del mundo (o del american way of life, pesadilla planetaria) de Hollywood, se ha visto recompensada en éstos días de forma generosa.

Destrucción, saqueos, protestas, golpizas, muertos, incendios monumentales de edificios, vehículos de policía en llamas al son de “no puedo respirar” y de “¿cómo se llama?” (“¡George Floyd, George Floyd!”) son la cosecha de las tempestades sembradas no sólo por el discurso de odio del presidente, sino por las políticas económicas que han polarizado a las sociedades ricas del planeta a niveles de Repúblicas Bananeras.

El flamazo social en los Estados Unidos, aún no se sabe cómo concluirá, ante la amenaza del presidente Trump de enviar al ejército estadunidense a reprimir las protestas, acción cuya constitucionalidad ya discuten algunos ante el temor de un régimen fascistoide instalado en la Casa Blanca.

Por lo pronto, al menos 50 ciudades, incluida por vez primera vez Nueva York, han declarado toques de queda, impuestos con una brutalidad digna de Pinochet en la autodefinida “mejor nación del mundo”, tema recurrente en la verborrea pretenciosa y vana del presidente Trump.

Las agresiones a la prensa no son la excepción sino la regla. Disparos de balas de goma, garrotazos, detenciones injustificadas, golpes, han llevado al Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ por sus siglas en inglés) a afirmar que “estamos horrorizados por el uso continuo de acciones duras y a veces violentas de la policía contra periodistas que hacen su trabajo. Estas son violaciones directas de la libertad de prensa, un valor constitucional fundamental de los Estados Unidos”. Así lo dijo el director del programa del CPJ, Carlos Martínez de la Serna, en Nueva York. “Hacemos un llamado a los funcionarios locales y estatales para eximir explícitamente a los medios de comunicación de las normas de toque de queda para que los periodistas puedan informar libremente”, exigió, vanamente, mientras el presidente Trump hacía dispersar a manifestantes pacíficos afuera de la Casa Blanca para llegar, a pie, a la iglesia de St. Jones y esgrimir una biblia.

En realidad, las agresiones denunciadas contra la prensa ya suman más de un centenar. Anoche, en Minneapolis, la policía de choque de dicha ciudad, detuvo al corresponsal de CNN, Omar Jiménez, en vivo. Omar, un hombre alto de color, fue esposado y posteriormente el camarógrafo y los demás compañeros que transmitían desde las calles convertidas en escenario de protestas, cubiertas de pintas y destrozos.

Cierto, basta recordar los años 60 y las protestas contra la guerra de Vietnam o la violencia desatada por la golpiza propinada por varios policías al afroestadounidense, Rodney King, para decir que no estamos ante nada nuevo en los Estados Unidos. Y que el racismo y la violencia policíaca son males endémicos que no han tenido variaciones.

Sin embargo, el momento histórico, y los niveles de nihilismo en algunas de las protestas incendiarias, hacen pensar que estamos ante algo nuevo. Entre las llamas, el coronavirus y el primer viaje privado de dos astronautas al espacio, nos muestra su rostro un nuevo mundo distópico en nacimiento, en el que miles de millones gritan: “no podemos respirar”.

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Edición: Ana Ordaz


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