de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Cuartoscuro
La Jornada Maya

Martes 19 de mayo, 2020

La doctora María Elena Álvarez-Buylla aplaudió hace poco los logros de la “ciencia del pueblo”, en oposición a la “ciencia neoliberal”. Su dislate generó una avalancha de comentarios y chanzas en las redes.

En términos generales, la postura del respetable era que la ciencia no responde a la ideología, y que entonces la doctora estaría calificando –o descalificando– el trabajo de los científicos, no por sus méritos, sino en función de su coincidencia o no con la posición ideológica dominante, o en el poder.

Las “benditas redes sociales” no bastan para ahondar en un asunto como éste, que amerita una discusión más concienzuda y más seria. Sirvan pues estos párrafos para contribuir a esa discusión, a sabiendas de que en los centros generadores de saber hay voces mucho más calificadas que la mía, que han quedado también escandalizadas ante la ligereza aduladora de quien hoy se encuentra al frente del Conacyt.

No sé si se trata de una simple salida de sicofanta, que dice lo que piensa que su adulado quiere escuchar, o si realmente considera que hay una cosa que se llama ciencia del pueblo, y que el hecho de ser del pueblo la hace buena. Tampoco quiero decir que hay algo así como una ciencia “pura” y prístina, que emite verdades incuestionables por científicas. De hecho, las ciencias se construyen negando la veracidad de sus asertos previos, poniendo en cuestión al saber, y por así decirlo “rebotándolo” sistemáticamente contra lo real sensible.

Los científicos que han sido formados al calor de los diferentes matices del positivismo, desde el siglo XIX, han creído que su actividad, para que se le pueda considerar ciencia, tendrá que ser ideológicamente neutra, y que tendrán que viajar por el fangoso pantano del mundo social y político sin manchar su plumaje.

La ciencia la construyen personas, y estará siempre tocada por la carga ideológica de sus creadores (que más bien construyen que descubren: el saber no está por ahí oculto para ser develado, sino que se edifica a partir de la duda y el conflicto). Debiéramos ser conscientes de la carga ideológica de toda actividad científica, con un doble propósito: hacerlo servirá para saber para quién se hace ciencia, y a qué intereses responde, para incorporar ese análisis a la crítica del discurso con que se proponen preguntas, se eligen métodos, se busca respaldo documental del trabajo previo, y se reportan resultados, se discuten y se proponen conclusiones.

[b]Construcción del saber científico[/b]

Por otro lado, esta conciencia nos deberá servir para discernir entre el discurso, y el método. Elegir la propuesta metodológica apropiada para responder a una pregunta conductora, escrupulosamente formulada, es una porción fundamental de la labor de la ciencia. El discurso es la narrativa que construye quien hace ciencia para contar a sus pares –y al resto de los actores sociales– cuál ha sido el camino que ha recorrido para llegar a las conclusiones que propone.

Escudriñar en el discurso para develar el método, someter este último a la crítica, reconsiderar la pregunta que condujo a seleccionar ese recurso metodológico, y proponer una aproximación distinta, es parte del proceso de la construcción del saber científico, y se hace, desde luego, entre pares. Si no fuese así, si se dejase al mundo ajeno a la ciencia la tarea de evaluar el trabajo de los científicos, entonces abriríamos la puerta a fenómenos como el de Lysenko, en la Rusia estalinista, o la conversión de la relatividad einsteniana en una fórmula secreta y cabalística para poder eludir la persecución nazi.

Como bien ha dicho Naielly Hernández en las páginas de este mismo diario, estos dos son “ejemplos grotescos y penosos de un ejercicio del poder perverso en sociedades autoritarias”. Pero lamentablemente, ni son exclusivos del autoritarismo de la primera mitad del siglo XX, ni se encuentran definitivamente liquidados.

La tentación de poner la ciencia al servicio de la ideología resulta, en la medida en que se incrementa la capacidad de divulgación, y en que ésta se hace de manera superficial y hasta ramplona: poder decir que mis asertos los respalda el saber científico, resulta un poderoso recurso de comunicación ideológica (de propaganda).

La historia acerca de cómo el trabajo de muchos científicos alrededor de la construcción de organismos genéticamente modificados se torció para que respondiera a las necesidades impuestas por el discurso del gobierno estadounidense, y de la manera en que grandes empresas ocultaron las preocupaciones de estos mismos científicos, y utilizaron su saber y la tecnología que generaron para crear la ilusión de inocuidad de los transgénicos y esconder verdades tras los discursos científicos útiles a la ideología en el poder, es paradigmática.

[b]Mandar de vacaciones a la ciencia[/b]

En el artículo anterior traté de esclarecer puntos que discriminan entre el método, y el discurso. De otra parte, cuando los políticos pueden “mandar de vacaciones a la ciencia”, como sugirió alguna vez nuestro gran timonel, o cuando pueden invalidar el saber más calificado reduciéndolo a “invenciones de los científicos” como han hecho Trump y otros con el cambio climático global, se muestra la fragilidad del quehacer de quienes quisieran una ciencia capaz de cruzar por el pantano de la cacofonía social sin embarrarse de los lodos de la ideología: ¿eres puro y cristalino, y tu quehacer corre intocado por nuestro pobre entendimiento? El político diría entonces que careces de verosimilitud, te puede ignorar, ridiculizar, usar para reivindicar las posiciones que le convengan, o para demeritar las posturas de quienes considera sus adversarios o enemigos; porque es dueño de la parte del discurso que temes que ensucie tu labor, conoce los retorcidos caminos de la ideología, y la consigna y el instrumental propagandístico. Puede completar y retorcer tu discurso para que sirva a sus intereses, no importa cuáles sean.

La ciencia entonces, fruto del método, ofrecerá el mismo saber a “el pueblo”, que el que ofrece a las grandes industrias, a los gobiernos, y a los medios de comunicación de cualquier color. La cuestión es que sepa a quiénes se lo ofrece, y para qué. Esto es, que sepa qué pantanos ideológicos atraviesa, y que los sepa navegar. Así, podremos entonces hablar con cierta propiedad, no ya de una “ciencia del pueblo”, sino de una ciencia para y con el pueblo (las preposiciones son importantes). O también habrá científicos que elijan hacer ciencia para y con la gran empresa, o para y con tal o cual partido político.

El punto es que, trabajando al calor de un método robusto, replicable, evaluado por sus pares, no podrán zafarse del proceso de la crítica con la cantinela de que “tienen otros datos”. Los datos, tanto los que se obtienen de la aproximación al objeto de su ciencia, como los que se construyen al someterlos a la convención metodológica, serán los mismos para todos. La verdadera cuestión, lo que los hace relevantes y permite que se conviertan en práctica social y modifiquen nuestra realidad, consistirá en determinar para qué se utilizan, para quiénes se convierten en patrimonio.

La doctora Álvarez-Buylla, que tanto trabajó por minar el edificio de medias verdades, francas mentiras y manipulaciones de Monsanto y similares, cuando insistió en poner sobre la mesa las preocupaciones que genera la negación de los riesgos ambientales y sanitarios que implica el uso indiscriminado de organismos genéticamente modificados, debe tener claro que la ciencia que utilizó para apuntalar su postura es la misma que utilizaron, muy de otra manera, quienes pretendieron demostrar la inocuidad de los productos transgénicos, y evitar los recursos jurídicos que podrían haber controlado su expansión. No construyó un edificio científico diferente, “del pueblo”. Usó los mismos datos, echó mano de la misma caja de herramientas metodológicas, propuso, en breve, la realización de un trabajo científico robusto. Pero lo hizo con un propósito social, político y económico diferente. Lo hizo desde una atalaya ideológica distinta.

No hay pues, una “ciencia del pueblo” buena y generosa, que enfrenta al malvado villano de la ciencia neoliberal. Hay un trabajo científico, hecho por científicos que han puesto su vida en la construcción de un saber esclarecedor y útil, y hay múltiples fuerzas económicas y políticas que lo emplean para fortalecer y satisfacer sus intereses; y diversas nebulosas ideológicas, que lo ensombrecen para que los actores sociales menos avezados no puedan leerlo ni apropiárselo, a no ser a través de los lentes que se nos ofrecen desde el poder “para verlo mejor”.

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Edición: Elsa Torres


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