de

del

Rafael Robles de Benito
La Jornada Maya

Viernes 17 de abril, 2019

En cosa de un par de días cayeron en mis manos dos artículos que me han hecho preguntarme de nuevo si hay en nuestro país algo que se parezca a una política ambiental y, de ser así, hacia dónde se dirige. El primero, de Lucía Madrid, hace un análisis concienzudo acerca del curso que ha seguido la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) a lo largo de los últimos años, y las consecuencias que los sucesivos recortes presupuestales han generado en su capacidad de gestión y en el alcance de sus programas y acciones. El segundo, publicado en [i]Vértigo[/i] el 9 de abril pasado, presenta lo que pareciera un anuncio alentador, al decir que la Semarnat "elabora plan para incentivar la agroecología".

La aparición de estos artículos representa una interesante paradoja que merece discusión: por una parte, la dependencia del ejecutivo federal responsable de la política ambiental nacional sufre una reducción presupuestal y una contracción de su capacidad de respuesta que parecen catastróficas; y por la otra, anuncia un programa de cobertura nacional, que trasciende el ámbito convencional de la política ambiental para incidir en la política agropecuaria y en la construcción de la seguridad alimentaria mexicana.

¿Cómo hacer para desenmarañar esta aparente contradicción? Lo que Lucía califica como un desmantelamiento institucional es evidente, y no es novedoso: es la continuación de una tendencia que viene creciendo desde la administración que encabezó Vicente Fox, aunque es cierto que la 4T parece agudizarla hasta poner en entredicho la capacidad del Estado mexicano para honrar los compromisos internacionales que alguna vez suscribió pleno de optimismo y entusiasmo, y comprometer la capacidad de atender sus responsabilidades constitucionales como garante de la salvaguarda del patrimonio natural de la nación.

A las evidencias que cita Lucía Madrid habría que añadir el reconocimiento por parte del comisionado de Áreas Naturales Protegidas, Roberto Aviña, de la incapacidad institucional para cumplir con las metas de Aichi, el silencio acerca de los impactos ambientales generados por las obras de infraestructura emprendidas por el ejecutivo federal, la reticencia a fortalecer la capacidad de al menos cinco de las entidades de la federación para emprender la instrumentación de políticas de desarrollo rural bajo en emisiones de gases de efecto invernadero, la complacencia ante la decisión a contrapelo de impulsar la continuación de una economía petrolizada a pesar de las contribuciones nacionalmente determinadas para la disminución de los aportes mexicanas de carbono a la atmósfera, y el silencio ante la aseveración presidencial de que la energía eólica contamina visualmente. Seguro que hay muchos otros ejemplos de incapacidad, entre los que no debemos olvidar el fallido intento por vulnerar la integridad de la Reserva de la Biosfera Montes Azules, en la Selva Lacandona, pero no es el caso enumerarlos aquí todos.

[b]Incentivar la agroecología[/b]

Lo que me interesa es colocarlos como telón de fondo tras la intención de llevar a cabo una propuesta dirigida a “incentivar la agroecología”. El Programa Nacional de Transición Agroecológica y Patrimonio Biocultural que hoy dice estar elaborando la Semarnat bien puede ser un acierto. En efecto, México lleva muchas décadas empeñado en impulsar un desarrollo agropecuario más puesto en satisfacer las exigencias del mercado que en salvaguardar la seguridad alimentaria de sus ciudadanos. Se trata además de un modelo de desarrollo ajeno a las condiciones ambientales y biogeográficas del territorio, de modo que ocasiona un deterioro creciente en los suelos nacionales, una erosión progresiva en la agrobiodiversidad del país, que es además resultado de milenios de apropiación cultural del entorno y construcción de los paisajes de que gozamos como patrimonio natural, una creciente dependencia de los grandes corporativos internacionales, que nos orillan al cultivo de especies exóticas, semillas “mejoradas”, organismos genéticamente modificados, y cualquier cantidad de agroquímicos que encima contaminan aguas, suelos y cadenas tróficas. En una palabra, un modelo que resulta a todas luces insustentable, que venimos arrastrando cuando menos desde que los Estados Unidos decidieron que el nuestro sería un buen terreno para probar las virtudes de lo que llenaron alguna vez la “revolución verde”.

La propuesta de la Semarnat no es particularmente novedosa. Se parece mucho a lo que intentó hacer unos años atrás Ricardo Garibay, en un esfuerzo dirigido al rescate de los maíces criollos de México, y no sería sorprendente encontrarse con que Ricardo continúa empujando el concepto y colabora con este nuevo intento del Dr. Toledo. Pero lo de menos es la edad de la propuesta. Lo cierto es que se trata de una idea bienvenida, que podría contribuir de manera muy significativa a cambiar el rumbo de deterioro que tiene actualmente el uso del suelo rural nacional, y ayudar a contener el incremento hasta hoy implacable de la erosión de la biodiversidad. Pero me pregunto si en el atribulado panorama del actual ejecutivo federal, la escuálida y debilitada secretaría del medio ambiente y recursos naturales es la instancia idónea para su instrumentación.

[b]Incapacidad de operación[/b]

Hoy por hoy, la secretaría responsable de la política ambiental no es capaz siquiera de cumplir cabalmente con las encomiendas establecidas en su reglamento interior, por las razones de sobra explicadas por Lucía Madrid en [a=https://www.ccmss.org.mx/desmantelar-la-institucionalidad-ambiental-es-darse-un-balazo-en-el-pie-ccmss/]su reciente artículo[/a]. Esperar entonces que desencadene con eficacia un proceso capaz de cambiar el rumbo, ya no de la política ambiental, sino de la actividad agropecuaria nacional, es punto menos que pedirle peras al olmo. Impulsar una política como la que propone la Semarnat implica imponer reglas de operación al atropellado programa [i]Sembrando Vida[/i], que al parecer carece de ellas, y hacerlas además congruentes a los principios de algo que sí se parezca a la agroecología.

También atraviesa por modificar la tendencia a favorecer los agronegocios y los monocultivos, parando el alto a la expansión de plantaciones de palma africana, al crecimiento de la superficie dedicada a la caña de azúcar, o a la producción de “berries”, y del incremento de las áreas dedicadas al cultivo de sorgo y soya (frecuentemente transgénica).

Pedir que una dependencia logre éxito en esta labor, cuando ni siquiera ha conseguido frenar las relativamente pequeñas transgresiones de las comunidades menonitas de la península de Yucatán, por ejemplo, es esperar demasiado.

[b]Transversalidad y coordinación de esfuerzos[/b]

La implementación exitosa de la propuesta atraviesa forzosamente por una robusta transversalidad, que conduzca y coordine los esfuerzos de cuando menos tres dependencias del ejecutivo: la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sader), la Secretaría del Bienestar, y la de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). Las dos primeras son gigantes, en presupuesto y en capacidad de gestión; la última ha sido reducida al raquitismo.

Dado como funcionan las cosas en los corrillos del poder, así no creo que pueda hacer prevalecer su intención, por buena que sea y bien fundamentada que se halle.
Alguna vez, la Semarnat contó con una estructura donde pudo impulsar una propuesta como al que ahora nos ofrece: la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio). Esta comisión, en cuyo órgano de gobierno participa también la Sader, podría aún convertirse en la punta de lanza que encabezara la propuesta de incentivar la agroecología, si se decidiera a darle el peso que merece a la parte del uso de la biodiversidad, y no eligiera dedicarse solamente al conocimiento y su divulgación, pero…

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