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José Ramón Enríquez
Foto: Tomada de web
La Jornada Maya

Miércoles 18 de marzo, 2020

En [i]Trilogía de la guerra civil[/i] (Galaxia Gutenberg, 2016), de Juan Eduardo Zúñiga, arde especialmente la imagen de las múltiples cicatrices que dejaban como embudos las explosiones de los obuses en las calles de un Madrid en guerra a muerte: “olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas...” Pero, no, aquello no se ha olvidado gracias en buena medida a obras como las suyas.

Quiero pensar que cuando murió, hace apenas unos días y con 101 años de edad, Juan Eduardo Zúñiga vio nuevamente todo aquello con esa claridad que dicen se tiene justamente en el último instante. Pienso que aún le ardía esa imagen de los embudos que dejan los obuses, como le ardía también la de una rosa de Madrid que se fue marchitando en el doloroso transcurrir de aquellos días y la de los sueños claustrofóbicos de los dos derrotados que se hablaban a señas en una cafetería donde se ganaban unas cuantas monedas, un jorobado vendedor de lotería y un triste limpiador de los zapatos de los señoritos vencedores.

La imagen de embudos abiertos no en el asfalto sino en las carnes mismas de su ciudad corresponde a [i]Largo noviembre de Madrid[/i] que publicó en 1980. La imagen de la “Rosa de Madrid” es de [i]Capital de la gloria[/i], de 2003, con la cual obtuvo tanto el Premio Nacional de la Crítica como el Premio Salambó. La imagen del jorobado y el limpiabotas corresponde a [i]La tierra será un paraíso[/i], de 1989. Reunió los tres libros en La trilogía de la guerra civil, editada en 2007 por Cátedra y completada con dos relatos más en la edición de 2011 de Galaxia Gutenberg.

Ya antes, en 1951, había publicado su primera obra, [i]Inútiles totales[/i], después fue autor de una obra amplia y compleja. La trilogía de la guerra civil es lectura obligada sobre un tema que escuece aún en la memoria de los españoles y de cuantos vemos en los signos ominosos de estos tiempos el peligro de que nuestras frágiles democracias olviden aquellos días y los repliquen.

Pero La trilogía de la guerra civil es imprescindible no sólo como documento histórico sino por la perfección que fue alcanzando Zúñiga en su manejo de la narrativa y que lo convirtió en un auténtico maestro a la manera de Pushkin, Turguéniev y Chéjov, a quienes veneró y, porque fueron su gran fuente de aprendizaje, dedicó un libro de ensayos, [i]Desde los bosques nevados[/i] (Galaxia Gutenberg). La profundidad en la mirada de la narrativa rusa, la vital compasión ante el dolor ajeno o la melancolía como pathos característico resultan extrañas en un europeo del sur peninsular, sin embargo las comparte, así como la íntima desazón de los eslavos.

Juan Antonio Zúñiga fue un maestro único y su obra continúa siendo magisterio singular que permite al lector de su narrativa paladear lo amargo del placer estético que dejan las grandes obras. Tal vez porque retrata ese tragedia de los republicanos españoles que perdieron dos guerras, la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, y tuvieron que padecer una larga, obsesiva, gris, inacabable posguerra.

Aunque se refiera a ciertos avatares entre teósofos en ese Madrid destruido, una frase del tercer libro, en el relato “Camino del Tíbet”, resuena especialmente como un eco en la memoria de quien lee hoy sus propios tiempos: “pues la ceniza de aquello que se consumió y quedó atrás nos nutre y nos impulsa...”

Tal vez todo debió acabar como acabaron los dos hombres y la mujer del ménage à trois varias veces vencido, en el relato que cierra la trilogía: “se pintaron las caras... y se consagraron a hacer teatro, sin espectadores” mientras esperaban que llegara el fin del mundo.

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