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del

Óscar Muñoz
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Miércoles 18 de marzo, 2020

De acuerdo con la referencia de cultura aportada por la especialista en educación y cultura Ana Tania Vargas como la “síntesis de la experiencia socio histórica a través de la cual el ser humano establece y otorga significado y sentido a los procesos y resultados de su relación con la naturaleza, la sociedad y consigo mismo, con vistas a conservar y desarrollar su existencia como ser social”, ésta implica una serie de peculiaridades de la cultura, aunque no siempre son consideradas en toda su importancia.

En primer lugar, el carácter dinámico de la cultura no es sólo un proceso acumulativo de resultados, de productos acabados que se transfieren de una generación a otra, sino que está ligado a la experiencia vivencial del ser humano, quien, como ser social e individual, actúa desde su cultura y sobre la cultura misma mediante procesos de apropiación y transformación. Es por ello que la cultura debe ser apreciada en su devenir, del pasado al presente; pero no como fenómeno estancado en el tiempo, sino en su continuo dinámico que incluye el movimiento del presente hacia el futuro.

En segundo término, el alcance de la cultura no está limitado a determinadas áreas de la actividad humana, sino que abarca una diversidad de acciones en tanto procesos y resultados. La cultura implica la forma particular en que los distintos grupos humanos, bajo las condiciones específicas de sus contextos históricos sociales y vivenciales, logran representar su realidad y aplicar en consecuencia esta experiencia en sus acciones cotidianas.

La forma cultural del vivir de la gente es tal, que matiza los modos en que se realiza cualquier actividad, incluso la biológica. Así pues, la cultura tiene como principio y fin al hombre mismo, quien es su sujeto y objeto al mismo tiempo, ya que está indisolublemente asociada a quien la asimila y la transforma y, a la vez, recibe y procesa las diversas influencias culturales debido a su propia transformación.

Por último, en el proceso de socialización humana, que comienza desde antes de nacer, los aprendizajes e interacciones que amplían y diversifican la actividad del ser humano, adquieren determinados significados que alcanzan matices personalizados, desde los cuales el individuo establece valoraciones y actúa en consecuencia. Este enfoque permite comprender la trascendencia cultural que puede alcanzar la labor educativa y ubicar el papel de los sujetos que en ella intervienen.

El proceso enseñanza-aprendizaje, así como todo el sistema educativo, abordados como manifestación específica de la cultura, permiten conformar una nueva proyección social de la escuela, como eje catalizador de procesos culturales, que no sólo afectan a los sujetos directa o indirectamente involucrados en el quehacer escolar (docentes, alumnos y padres de familia), sino que trascienden el espacio escolar hacia interacciones comunitarias. La formación cultural de ciudadanos implica, en la tarea educativa, además de facilitar la apropiación de valores culturales establecidos, conceder al proceso enseñanza-aprendizaje y a todas las acciones educativas la importancia y la significación necesarias como procesos culturales, que enfaticen la construcción de dichos procesos en que los sujetos intervienen en su condición de portadores y transformadores de su propia cultura.

Establecida la indisoluble asociación entre la cultura y la educación a través de los procesos implicados en ambas áreas de formación, uno se pregunta: ¿por qué entonces éstas fueron disociadas? ¿Con qué intención fue extraía el área de cultura del sistema educativo nacional? ¿Acaso no funcionaba bien la Subsecretaría de Cultura cuando aún era parte de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en los años 80, cuando Juan José Bremer, uno de los mejores funcionarios del ramo, estaba al frente de ella? ¿Extraer la subsecretaría de la SEP y “elevarla” a la categoría de Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y posteriormente a secretaría de Estado ofrecería mejores resultados en la formación cultural de la ciudadanía?

Junto a las cuestiones planteadas arriba, habrá que preguntar ahora: ¿por qué las instituciones públicas de educación y cultura se mantienen aisladas, disociadas, ajenas al objetivo común que hay en el fondo de sus procesos culturales y educativos, de los cuales los últimos son una forma específica del procesamiento cultural? Al parecer, hasta hoy, estas instituciones creen avanzar en su propio camino, sin voltear a mirar a la de enfrente, que tiene los mismos propósitos: la formación de individuos libres, críticos, creativos y transformadores de su propia cultura. No cabe duda que seguimos perdidos en un laberinto cada vez más indescifrable. Si no se logra asociar nuevamente cultura y educación, la 4T no será posible o resultará extremadamente difícil.

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Edición: Elsa Torres


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