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José Ramón Enríquez
Foto: Ap
La Jornada Maya

Jueves 12 de marzo, 2020

Son aves muy rojas los cardenales. Esa es la razón de su nombre y por eso resulta tan paradójica, y hasta cómica, la foto de dos cardenales completamente blancos en el aeropuerto de Managua, el 4 de marzo de 1983. Uno, elevado al solio pontificio por sus cómplices, extiende el índice admonitorio. El otro, cardenal de apellido y simple sacerdote con vocación trapense, de rodillas ante su abad, recibe la admonición como en un monacal “capítulo de culpas”.

El abad de la Iglesia universal no rebajó su furia aunque se encontraba ante todas las cámaras fotográficas del momento, o precisamente por eso: había que dar al mundo una lección de autoridad. El simple cura, sin su boina negra de siempre, sonreía filial en uno de esos ejercicios de humildad que los monjes practican, aunque hubiera tantas cámaras fotográficas en el entorno, o quizás precisamente por eso: había que demostrar al mundo cómo el reino de Dios es de los pequeños.

La fotografía al pie del avión que llevara a Juan Pablo II a Nicaragua dio efectivamente la vuelta al mundo. El ex monje, simple y con filial sonrisa, está solo en su anonadamiento. El romano pontífice polaco está muy acompañado, aunque destaca a su lado Daniel Ortega, quien le aprendió la manera de humillar al pueblo que el ex monje representaba.

[b]Sacerdote hipócrita y delincuente, Marcial Maciel[/b]

La foto contrasta con otra en la que el romano pontífice polaco acaricia satisfecho a un sacerdote hipócrita y delincuente llamado Marcial Maciel, también latinoamericano, para dejar claro al mundo dónde está el corazón de la curia eclesial, esa misma que hoy busca moler y borrar a otro latinoamericano vestido de blanco, otro simple, Francisco, quien levantó la suspensión con que su antecesor había humillado aún más a Ernesto Cardenal.

Hermano Lewis era el nombre que dieron en la Trapa a Ernesto Cardenal cuando tomó los hábitos, y el hermano Lewis salió del monasterio para seguir la instrucción de su santo y sabio maestro de novicios Tomás Merton quien intuyó que, en una Iglesia universal con Maciel como prioridad y los pequeños poetas como víctimas, imitar a los goliardos era el único camino. Un monacato de contemplativos que recorren el mundo fuera de la estructura clerical y cercanos a indígenas y campesinos, tal era el rumbo marcado por Merton al novicio cuando lo envió a su patria para hacer la revolución y para hacer poesía.

El novicio recuperó su nombre, se ordenó sacerdote y obedeció a Merton hasta su último aliento que llegó hace muy pocos días. Se volvió un goliardo de la estirpe del Arcipreste de Hita y de los autores de carmina que, en latín, significa poema. El tirano también copió al pontífice hasta el último momento y envió sus turbas para humillar los restos de quien ha resucitado y ya vive en el amor con “la inefable sonrisa de la trapa”.

Por razones obvias, el clero institucional calumnió a los goliardos hasta borrar su íntima razón de ser. Amenazaban su autoridad y el principio de autoridad es el primer principio de una estructura cupular con una decidida vocación de perpetuarse en el poder manipulando la simplicidad del pueblo de Dios. Hasta su nombre de goliardos ha pretendido ser borrado y no lo usaron siquiera Merton en su intuición genial ni Cardenal en su filial seguimiento. Pero eso eran ambos en el fondo, como Francisco el de Asís, como el Arcipreste de Hita o como tantas místicas que fueron achicharradas en las hogueras por la cúpula eclesial.

Hay que saborear El libro de Buen Amor para entender las mil formas de pasión de los goliardos como hay que saborear la poesía de Ernesto Cardenal para redescubrir esas mismas formas de pasión en nuestro tiempo.

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