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La Jornada Maya
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Martes 21 de enero, 2020

Un informe de la organización internacional Oxfam señala que las 2 mil 153 personas más ricas del planeta tienen mayores posesiones que el total de los 4 mil 600 millones más pobres del mundo. En contraste, el aporte no pagado de las mujeres a la economía global –más de 10 billones de dólares al año– es el triple que lo aportado por la industria tecnológica.

Cierto, la desigualdad está modulada de manera regional y tiene uno de sus contrastes más claros entre las mayorías depauperadas de los países del Sur y las clases medias y al-tas de los del Norte, tanto en ingresos como en calidad de vida. Sin embargo, en los estados integrantes del G7, que agrupa a las economías más poderosas, la desigualdad ha aumentado en forma dramática en las primeras dos décadas del presente siglo –70 por ciento de 2000 a la fecha–, lo que se explica, sobre todo, por el diferencial entre riqueza financiera y renta salarial. Otras dimensiones de la desigualdad en el mundo contemporáneo son las diferencias entre mujeres y hombres y las que separan a las poblaciones rurales de los habitantes urbanos. Tales diferencias no se refieren sólo al ingreso ni son únicamente de carácter patrimonial, sino que se traducen en contrastes en la esperanza de vida, el acceso a la educación y al trabajo, los servicios de salud, las condiciones de vivienda y las perspectivas de jubilación, entre muchos otros puntos. A fin de cuentas, estos contrastes determinan la capacidad o la incapacidad de los sujetos para ser dueños de su destino y diseñar su vida, o bien para ser esclavos de la necesidad y la contingencia.

Si bien las mayores concentraciones de pobreza se ubican en el continente africano, en América Latina se tiene la desigualdad más escandalosa, lo que se traduce de forma necesaria en sociedades menos armónicas, en instituciones políticas más inestables y en escenarios de polarización social y política. No parece casual que varias naciones de Sudamérica hayan sido estremecidas en 2019 por revueltas sociales de gran calado –como en Ecuador, Chile y Colombia–, ni que el ex presidente argentino Mauricio Macri –promotor indudable de la desigualdad económica y social– haya sufrido una sonora derrota en los comicios presidenciales del 27 de octubre pasado. Desde luego, la desigualdad imperante en el país fue también un factor importante en el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en la elección de julio de 2018, en México, a las que concurrió con una plataforma política caracterizada por las medidas redistributivas y la atención prioritaria a los que menos tienen.

Nuestro país es, con certeza, un ejemplo de desigualdades: las hay regionales, entre norte y sur y sureste; de género, pues en un mismo sector social las mujeres enfrentan condiciones laborales, educativas, salariales y patrimoniales más adversas que los hombres; y también, claro, de origen social y étnico.

Desde cualquier perspectiva, la desigualdad que azota al mundo es resultado de mecanismos inmorales de concentración de la riqueza en manos de unos cuantos. Igual de grave, el contraste entre la pobreza de muchos y la riqueza de unos pocos, no sólo acorta vidas y se traduce en existencias desgraciadas, sino que acaba por amenazar la estabilidad mundial en su conjunto; así lo muestran fenómenos como los flujos migratorios, los aumentos en los índices delictivos y revueltas como las que han conmocionado a Francia por varios meses.

Así pues, por ética, por sentido común y hasta por pragmatismo, la reducción de la desigualdad debe ser asumida como tarea prioritaria y urgente por los gobiernos y los organismos internacionales.

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