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Volverse loco es lo mejor que le ha pasado en la vida

Nos da pena admitir que nuestro interior está deshecho, que nos morimos de tristeza
Foto: Afp

Ángel es una figura pública, pero quitando eso, es como tú o como yo; como cualquiera de nosotros. Y, como cualquiera, sufrió con la reclusión impuesta hace ya más de un año. Trabaja con ideas, las moldea y da forma; alfarero de la imaginación. Pero esa lánguida materia prima se le comenzó a escurrir de entre los dedos, como si tuviera mantequilla; le costaba trabajo concentrarse, de dejar de pensar en el pasado, de imaginarse el futuro; no podía dejar de aferrarse a la añoranza, de huir con miedo. 

La felina ansiedad del encierro la domó con vino —muchísimo vino— y, en ocasiones, con marihuana; escuchó música, leyó novelas; cerró los ojos con (las canciones de) explosiones en el cielo, y los abrió en (el libro) meridiano de sangre. Y en esa soledad, de uno, cien, mil años, no le dio importancia cuando comenzó a pensar en voz alta. Nadie me ve, nadie me escucha, se justificó. Puedo hacer lo que me plazca; soy libre. Unos hablan solos, otros asisten a reuniones virtuales en pijama. Ignoraba que en esos primeros meses enclaustrado estaba germinando en su interior un demonio, hasta que un día —no se acuerda si fue un lunes o un martes— se exhibió, sin recato alguno. Un demonio a que bien podía llamarse legión

Ese lunes —o martes— Ángel se estaba bañando, cuestionándose, de nuevo, por qué no era capaz de retener pensamientos, por qué no podía desarrollar, con estructura, una serie de ideas; maldecía su memoria de teflón, veleidosa concentración que mariposeaba en los cuartos de aquella casa en la que se había reducido el mundo. Se quejaba de su falta de enfoque, de los juegos pirotécnicos que estallaban en su cabeza. Fue entonces cuando el monólogo se convirtió en dulce diálogo, primero, en violenta asamblea, después. Una voz, totalmente desconocida, comenzó a responderle sus preguntas, y lo invitó a ponerse manos a la obra. Vamos a crear, le empujó. Vamos a moldear pájaros con barro; pájaros que comenzarán a volar con tu aliento. Esa voz, aunque era la primera vez que él la escuchaba, se le hacía familiar. 

Después, sin invitación alguna, más voces se unieron al coro, hasta que el cuarto de baño estalló en sonidos, algunos dóciles, otros bravos, como la mar, que incluso comenzaron a insultarse entre sí; un aquelarre acústico, una guerra verbal; tormenta sonora de aullidos, chillidos, dicciones, entradas, gritos, gruñidos y lexías. En medio de la bruma —literal y metafórica—, Ángel limpió el espejo empañado y se vio así moviendo los labios, gesticulando; le dio trabajo reconocerse, y tuvo que cerrar los ojos con fuerza para que, poco a poco, regresara el silencio, que comenzó a resbalarse por las húmedas baldosas. Ese fue el primer brote, de muchos que llegarían después, unos trágicos, otros cómicos. 

Como cuando Ángel felicitó a su novia por su papel en La Mujer Maravilla. Lo hizo por medio de su cuenta en Twitter, y muchos pensaron —incluso la mujer— que estaba bromeando, hasta que Ángel inundó la casa de su novia con arreglos florales y felicitaciones. Algo estaba mal, se olió ella —quien, por cierto, sí tiene un ligero aire a Gal Gadot. 

Sin embargo, nadie supo cuando Ángel no comió durante tres días, en un frenesí creativo que redujo luego a cenizas. O cuando rompió todos los espejos de su casa, ya que no se reconocía en ello. O cuando escarbó los cajones donde guardaba las medicinas buscando las dosis suficientes para matarse. En medio de esas tormentas de locura, en una calma chicha, de brevísima lucidez, envió un desesperado ese o ese a su novia, quien, horas después, lo acompañó a un hospital. La celda sólo cambió de paredes, pero con químicos lograron exorcizar a esa legión: Vade retro, pinche locura. 

El brote sicótico de Ángel fue desbrozado, como si de malayerba se tratara, que lo era. Sin embargo, vino con una advertencia. Mi madre solía decir, se despidió el médico, que cuando el pájaro se va, regresa sin plumas: nunca serás el mismo, Ángel. Disfruta la vida hasta que las voces regresen. Y tal vez lo harán. O tal vez no, se consuela Ángel. El diagnóstico fue doloroso, más por el estigma, pero, en perspectiva, se siente bien ahora, al grado de asegurar que volverse loco es lo mejor que le ha pasado en la vida… Pero, a diferencia de él, hay otros que no han vivido para contarlo: los que hallaron la dosis justa que les dictó su propio demonio. 

En estos momentos que estamos saliendo de la reclusión, como gatos recién nacidos no somos capaces de ver los verdaderos problemas. Vemos el mundo con ojos entrecerrados, lagañosos: Nos concentramos en la recuperación económica y en la apertura gradual, y somos incapaces de reconocer en nosotros mismos las peores secuelas de la pandemia. Como Ángel, millones de hombres y mujeres sufrieron algún tipo de desorden mental en estos meses, ya sean brotes psicóticos, depresiones, ansiedades o falta de sueños. En muchos casos, estos trastornos derivaron en el uso —y abuso— de drogas o, incluso, en el suicidio. 

Nos da pena admitir que nuestro interior está deshecho, que nos morimos de tristeza; nos avergüenza aceptar nuestros miedos, de reconocer que el futuro nos aterra. No queremos que nos llamen locos, que nos receten antidepresivos, que nos sugieran adentrarnos en las cavernas de nuestra niñez. Le tenemos pánico a esa letra escarlata sin tener en cuenta que la mejor manera de prevenirla es, precisamente, encararla, con toda naturalidad: mirarla directamente a los ojos. 

Poco a poco las autoridades reconocen que la salud de la mente es igual de importante que, por ejemplo, la de los pulmones —aunque parezca broma, este hasta hace poco era tema tabú—, y han puesto en marcha diversos programas para su cuidado. También la academia se está poniendo las pilas, y hay universidades —sobre todo las que tienen la carrera de Psicología— que complementan los proyectos gubernamentales. Hay empresas que también se han dado cuenta que cuidar a sus trabajadores implica, entre otras cosas, cuidar su salud mental. Kekén, por ejemplo, firmó un convenio de colaboración con los Centros de Integración Juvenil (CIJ), A.C., con el objetivo de trabajar en conjunto para prevenir, detectar y atender posibles factores de riesgo psicosocial, así como situaciones de adicción entre su plantilla laboral.

Al final, no todos tendremos ese instante de lucidez de Ángel que le permitió pedir un ahogado auxilio. Al final, necesitamos visibilizar esta situación y estar conscientes que a cualquiera nos puede pasar —o que ya nos pasó. Hay muchos pájaros desplumados por ahí, pero aun así, siguen volando y cantando. No hay nada de qué avergonzarse. Volverse loco es lo mejor que le ha pasado en la vida Ángel, pero estoy seguro que, para cualquiera de nosotros, lo mejor es seguir cuerdos. 

 

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Edición: Estefanía Cardeña


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