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Foto: Raúl Angulo Hernández

Para quienes se desenvuelven en el ámbito del llamado patrimonio cultural edificado, 40 años puede parecer muy poco si se habla de una edificación. En la península pensamos primero en casonas coloniales o porfirianas, tal vez en la arquitectura neomaya de los años 30 a 50 del siglo pasado, pero no en una construcción que cumple cuatro décadas como sede para la celebración del rito del béisbol.

Sí, el reconocimiento que el parque Kukulcán obtiene de la población yucateca supera con creces al de sus vecinos en el complejo de la Morelos: la Unidad Deportiva del mismo nombre, el estadio Carlos Iturralde Rivero y el Polyforum Zamná, esto atribuible a que funge como el principal espacio para el béisbol profesional en el estado, y a la regularidad con que se ha mantenido funcionando como cubil de los Leones de Yucatán. El Kukulcán es un templo para una feligresía que ha sido testigo de varios cambios en el ambiente de la celebración, pero el fondo se mantiene.

Y sí, el Kukulcán es más que nada un templo, no porque el béisbol sea una religión organizada, sino porque ser aficionado a este deporte en Yucatán implica compartir vivencias, identificarse mediante pasajes históricos, tener a jugadores, umpires y hasta directivos en el altar de la memoria.

Cada primavera, aunque a veces desde febrero, la afición enciende la estufa y empieza a comentar las contrataciones de refuerzos, los uniformes, el presupuesto destinado para la adquisición de abonos, y la especulación sobre los precios que tendrán las piedras de La Wera, los sándwiches de Manolo, y la cotización de las cervezas dentro del parque, mientras llega el día del juego inaugural.

La afición al béisbol tiene sus particularidades en la península: en el parque, todos están con los Leones, los Piratas o los Tigres, según el estado; en el caso yucateco, es prácticamente imposible concebir la creación de un espacio para los partidarios del equipo visitante, como ocurre en la Ciudad de México, por ejemplo. Sin embargo, esto nunca no ha impedido que el público aplauda a jugadores rivales cuando realizan un gran lance a la defensiva, o al lanzador tras conseguir una entrada dominadora. La feligresía sabe que ambos equipos salen a dar lo mejor de sí, que puede haber buenas y malas salidas, y lo que importa es el juego, no necesariamente el marcador final.

El Kukulcán nació porque la afición creció tanto que ya no era posible albergarla en su antecesor, el Carta Clara (que oficialmente se llamó Julio Molina), cuya demolición inició en su 53 aniversario. El nuevo parque prácticamente duplicaba la capacidad del anterior. La serie inaugural fue el “clásico” contra los Piratas de Campeche, aunque la llegada de los Tigres a Quintana Roo ha llevado a un cambio en las rivalidades tradicionales.

Y asistir al parque también es una experiencia que ha cambiado, aunque no muchos compartan que sea para mejorar. “No me gusta el béisbol con coreografía”, decía un exalcalde meridano, posiblemente tras experimentar las indicaciones del sonido local para “animar” al público, o las interrupciones con música entre un lanzamiento y otro, o la ineludible presencia de la batucada.

Porque entre la afición también hay ortodoxos: los que gustan de la espontaneidad del público, los que de niños disfrutaron de las acrobacias de Leoncio y cuando crecieron enamoraban a la novia con un cotizado pastel de Miguelito (que también tenía funciones de “llave” en el hogar de los casados), o que iniciaban la liturgia ingresando desde muy temprano al parque para ver el calentamiento de los jugadores y esperar el llamado que iniciaba don Carlos Castillo Barrio: “Distinguida concurrencia, muy buenas tardes. Sean bienvenidos al parque Kukulcán, casa de los Leones…”

Y tanto modernos como ortodoxos al final llegan a un acuerdo: lo que importa es el juego, y asistir al templo Kukulcán cada que se pueda.

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Edición: Estefanía Cardeña


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