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Un día de junio

El prestigio de obras literarias puede convertirlas en pieza de ornamento para pulir apariencias sociales
Foto: Facsímil

El prestigio que atesoran las obras literarias de excelencia tiende a hacerlas perdurar en los inventarios del mercado editorial, y como efecto de ello, las aproxima a la apreciación estética de nuevos lectores. Pero también puede convertirlas en fetiche de jactancia intelectual, como pieza de ornamento para pulir apariencias sociales más que como fuente que transmite el sentido de un gozo auténtico y de un descubrimiento paulatino de sus valores.

El empeño puesto en captar la atención ajena pretendiéndose integrante de un círculo de lectores selectos desvía energías que podrían aplicarse en entender, así fuera incipientemente, los procedimientos compositivos de las obras excepcionales, porque el placer de leer no suprime el asombro que despierte interés en examinar su hechura. El Ulises de James Joyce es un cúmulo inagotable de enseñanzas y revelaciones. Su mirada expansiva y su aliento de totalidad conectan, pese a sus complejidades formales, con criterios y sensibilidades que se entregan con avidez al encuentro de su potencia múltiple y sugestiva.

La novela de Joyce compendia la percepción de un universo que animan y apuntalan juegos de palabras, combinaciones semánticas, analogías fonéticas, largas enumeraciones, hipérboles, disquisiciones paródicas, humor macabro, sarcasmo y, en fin, simbolizaciones que exponen el lado grotesco de la sociedad brindando una noción global de la experiencia humana de tal modo que la filosofía, las ciencias físicas, la teología, la historia patria, las matemáticas y la literatura entre otras disciplinas concurren en el discurso de quienes contrastan formulaciones que muchas veces desembocan en conjeturas e incluso en patrañas que terminan por invalidar la verosimilitud de lo dicho, pero en cambio adquieren el valor funcional de mostrar las bases ilusorias de muchas convicciones individuales y colectivas.

Las proyecciones y las fantasías del protagonista y de sus interlocutores irrumpen en la representación del flujo de su pensamiento surcado de un amasijo de motivaciones y apetencias, de impulsos y extravíos que dan cuenta de la unidad de las esferas psíquica y biológica en el trato social. Las aspiraciones de Bloom, junto con su concupiscencia y su continuo cavilar salpicado de recuerdos, lo habilitan para proveer el modelo de habitante de una ciudad descrita en las emociones y en los retos que asoman en la fisonomía y en el bullicio de sus calles, las cuales recorre como aventurero al acecho de la revelación del día.

El balance de temperamentos que se complementan en el cultivo de campos científicos y artísticos delata el móvil de su simpatía hacia el joven Dédalus, sobre quien pesan estigmas derivados de sus vínculos familiares pero también enarbola, como insignia tutelar, la figura de Shakespeare cuya obra sintetiza las agitaciones del núcleo dramático de la existencia, alusión frecuente del propio despliegue abarcador de la novela. Algo en este sentido parece apuntar, si bien con matices particulares en tono de ironía, un personaje secundario cuando afirma: “Shakespeare es el terreno de caza adecuado para todas las mentes que han perdido su equilibrio”.

Así como Hamlet dialoga con el espíritu de su padre, Bloom imagina recibir las reconvenciones del suyo, ya muerto, en los fragores de una juerga. Su ascendencia judía, tantas veces señalada en la trama, le acarrea remordimientos por haber desacatado en sus años mozos creencias y prácticas del ritual hebreo. Las apariciones espectrales sazonan partes sobresalientes del relato, al modo de la del recién desaparecido Paddy Dignam, nutriendo también enunciados tan cotidianos como la broma en torno a la metempsicosis.

La misoginia, tan reprobable desde la perspectiva de género hoy en boga pero igual desde la pertinencia de otros juicios emitidos con fundamentos éticos, aflora en el libro como en un nutrido porcentaje del canon literario occidental a la par de las sociedades que le dan molde, especialmente por presentar a Marion Bloom –la consorte de Poldito- como una mujer liviana y caprichosa, frívola y de escaso entendimiento cuya personalidad expresa con amplitud el monólogo interior del capítulo final.

Y así discurre, en turbulento itinerario, todo lo que puede acontecer en la vida humana, o lo que puede representar sus experiencias despojadas de solemnidad y comprimidas en páginas victoriosas en el arte de desafiar la acción del tiempo.

 

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Edición: Laura Espejo


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