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''La felicidad es un olvido que dura una semana''

Alekos y Oriana, un Ulises esperando la llegada de su Penélope
Foto: Facebook

Mientras a él le arrancaban a jirones el alma, ella iba a la caza de revoluciones y revolucionarios. Tras ese periplo llamado vida, guiado por azares, Alekos Panagoulis conoce a Oriana Fallaci, y juntos viven con la seguridad de que no tendrán mañana. Con esa avidez se comen cada instante, que en un extraordinario ejercicio de memoria Oriana escribirá después de la muerte de Alekos; una dulce tragedia griega.

El libro se llama Un hombre, y susurra —y grita y vomita y besa y escupe…— la detención de Alekos luego de un fallido intento de magnicidio al dictador griego Georgios Papadopoulos, el 13 de agosto de 1968. Alekos sufre un calvario durante su cautiverio, con un menú de torturas que erizaría a Sade. Huelgas de hambre, efímeras fugas —una, por medio de un túnel escarbado con cuchara y uñas—, y poesías escritas con sangre, literalmente, pues incluso la tinta la tenía prohibida. 

Es en los calabozos donde conoce a Oriana, no en persona, sino por su obra. Ella, italiana, es, quizás, una de las periodistas y escritoras más destacadas del siglo pasado; convencida del papel social del periodismo, perseguía las llamas que originaron los incendios que arrasaron regímenes en todos los continentes. Mientras a Alekos le rompían a mazasos las rodillas, a ella la rociaban con plomo en Tlatelolco, donde recaló en su búsqueda de caos. Esas crónicas se convirtieron en el faro de la oscuridad de la celda del griego. 

Un Ulises apátrida, incrédulo a los dioses, espera en Ítaca la llegada de su Penélope, que sin saber que la entrevista se convertiría en amor encuentra en él el motivo de su irremediable hambre de héroes y heroínas. Ella llega a Atenas pocos días después de que una amnistía general haya liberado a Alekos, quien aún con los ojos adaptándose al brillo del sol la recibe en su casa y en lugar de contestar las preguntas de la reportera le declara su amor. 

Parte del martirio que el griego sufrió fue la postergación de su ejecución, a última hora, un sinfín de ocasiones. Ante el pelotón, con él ya listo para pronunciar su última proclama: Están matando a un hombre, la macabra burocracia de la dictadura lo llevaba de nuevo a su celda, dejando para después la firmeza de la sentencia; un condenado a muerte que, en las últimas de esas bromas repulsivas, suplicaba que lo mataran, al fin. 

Oriana sabía que Alekos estaba enamorado de ella, pero que también estaba enamorado de la muerte, esa que tantas veces anheló, esa que le arrebataron. Esa atormentada alma, que caminaba tranqueante en un macerado cuerpo, igual buscaba encontrarle un sentido a tanto sufrimiento, a tanta pérdida, llevando sus posturas a la intransigencia más feroz y ferrosa. Le habían arrebatado todo, todo, menos su radicalismo: El castigo extremo para quien busca mundos mejores es la nada. “Quien se resigna no vive, sobrevive”, clamaba. 

Ella, que había buceado en las almas de muchísimos líderes revolucionarios en la escafandra del periodismo, lo comprendía, con esa comprensión que implica igual la renuncia a juzgar; se limitaba a amarlo y a estar con él: “La felicidad es saber que precisamente esta noche, mientras nos amábamos, en la casa de al lado ha nacido un niño…”, recuerda en Un hombre, memorias huracanadas que comienzan con el funeral de Alekos, con un millón de personas suplicándole a Oriana que escribiera su historia. 

Todo el que muere a causa de un espejismo merece un buen funeral, había predicho Alekos, sin saber que el suyo, en 1976, no sólo sería bueno, sino magnífico, recreado por la mejor cronista que el destino le pudo dar. El libro que parió Oriana no es un panegírico; tampoco está escrito con la triste resignación de alguien a quien le acaban de amputar el amor: es un canto al héroe y al heroísmo, a los hombres y mujeres que viven y mueren tomándose la existencia como un regalo. Nada es indigno cuando el final es digno.

El fruto literario de la relación entre el griego y la italiana revista en estos momentos una furiosa actualidad, aunque la belleza de la prosa de Oriana esté ya extinta, aunque la valentía de Alekos ya se haya esfumado. Es una advertencia a esa generación de gigantes y a esta de enanos, que se puede resumir en esta lúcida reflexión del griego: “El eterno poder nunca muere, cae siempre para resurgir de sus cenizas, aunque se crea haberlo abatido con una revolución o una matanza que llaman revolución; en cambio, helo aquí de nuevo intacto, tan sólo con distinto color: aquí negro, allá rojo, amarillo, verde o violeta, mientras el pueblo acepta, sufre o se adapta”.

 

Edición: Laura Espejo


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