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del

Jinetes en el cielo

El oficio de vivir
Foto: Cortesía Cuauhtémoc Ayala

Los orígenes

Cuahutémoc nació en La Esperanza y si origen es destino no podría encontrarse mejor ejemplo, pues desde muy pequeño él hizo de esa virtud teologal su divisa.

Desde ese breve rincón que era su casa en la antigua colonia del centro oriente meridano, como todos los niños, dotado de la nada rara manía llamada pareidolia, buscaba figuras en el techo de su dormitorio y sólo encontraba caballos; cuando cerraba los ojos, ya para dormir, veía a través del manto oscuro de los párpados el claro galope de un equino; cuando le ganaba el cansancio o el aburrimiento haciendo sus tareas, recostaba la cabeza sobre uno de sus brazos y soñaba despierto con centauros.

Su obsesión por ese majestuoso animal, crisol de resistencia, determinación y coraje, pero además con una capacidad emotiva y expresiva casi humana, sin duda determinó el futuro de ese niño sui generis.

 

Foto: Cuauhtémoc Ayala

 

Sin ningún antecedente en su familia de vida campirana o de crianza vacuna o caballar, pero sí de aficionados que religiosamente acudían a la temporada meridana, Cuau se fijó una clara meta: “algún día tendré un caballo y lo enseñaré a torear”. Fue así que en su adolescencia se arrimó al lienzo charro de la colonia Alemán, donde algunas familias tenían hospedados a sus ejemplares y en donde se realizaban festejos de charrería, para ofrecerse como mozo de cuadra. Fue aceptado por un arrendador de caballos que llegó de la Ciudad de México, quien se convirtió en su primer maestro para entrenarlos, y él en una mano de obra gratuita, ni siquiera barata. A esa forma de explotación laboral Cuauhtémoc la convirtió en la oportunidad de domesticar caballos broncos. 

Antes y después de la escuela se dirigía con entusiasmo en su bicicleta hasta el pequeño cortijo. Los primeros días fueron de un gran sufrimiento y de poner a prueba su valor, pues confiesa con todo y su absoluta fascinación por los caballos, al sentir de cerca su potencia y vigor experimentaba un miedo que rayaba en el pánico. Poco a poco fue dominando esa sensación, cosa que seguramente determinó su futuro como rejoneador, y muy pronto encontró la simbiosis que esperaba con esos animales.

A los 18 años, siendo jugador semiprofesional de beisbol y dando clases de inglés se fue haciendo de algunos ahorros, hasta que logró comprarse a Emperador, un ejemplar de seis años de edad escuálido como el Rocinante de Don Quijote, pero al que sólo le faltaba hablar, por eso pudo enseñarle todo tipo de suertes.

Continuó en esas labores hasta que ingresó al Tecnológico de Mérida para estudiar la carrera de ingeniería en sistemas, pues tenía claro que debía allegarse de recursos económicos para poder cristalizar su sueño equino turino. Luego vino el matrimonio y los hijos; de tal modo que los ruedos para hacerle faenas a la vida se multiplicaron para el torero yucateco. 

 

Foto: Cuauhtémoc Ayala

 

La conquista del sueño

Cuahutémoc pronto se destacó en su carrera de ingeniero y las cosas se le fueron dando, fue contratado por una multinacional de la construcción en donde tuvo un crecimiento exponencial que lo obligaba a trabajar arduamente; pero se daba tiempo para acudir a una que otra rejoneada que le conseguían colegas de su estado, de tal modo que permanecía ausente de su casa con la natural demanda de presencia proveniente de su esposa y de su familia. 

Una oferta de ascenso cambió su vida; en alguna área de la empresa él ya tenía a su cargo nueve estados del sureste y la propuesta consistía en trasladarse a otro continente y ocupar una plaza nacional. Fue un parteaguas, pues decidió renunciar, formar su propia empresa constructora de donde obtendría la seguridad económica necesaria y poder tener más fechas y más plazas.

Aunque ya en edad madura y con familia, empezó a alternar la charrería con el rejoneo cada vez con más frecuencia; le surgieron carteles en el interior de Yucatán y en otros estados de la República hasta que por fin tomó la alternativa, que es una especie de doctorado dentro de la tauromaquia, de la mano de Rodrigo Santos, otro rejoneador de gran prestigio. 

El camino no ha sido fácil, pues pese a las múltiples fracturas que conlleva la práctica del rejoneo, el desgaste en la columna vertebral por largos entrenamientos (mínimo 7 horas diarias montando), el cacicazgo propio de las casas de apoderados que copan los principales carteles en la República y algo que duele más, no ser profeta en su propia tierra, la ilusión y el hambre de sobresalir que proviene de su infancia ha rendido frutos: hace unos meses, el nombre de Cuauhtémoc Ayala cobró notoriedad en Europa, donde participó en Portugal, Francia y España con profesionales del rejoneo de talla mundial, saliendo por la puerta grande con varios trofeos que se trajo para el orgullo de los aficionados mexicanos. 

 

Foto: Cuauhtémoc Ayala

 

El niño que imaginaba jinetes y potros en el cielo raso de su dormitorio, ahora roza la gloria de llegar muy alto y sólo aspira a que su tierra lo acoja con justicia para abrir plaza en la próxima temporada de la Plaza de Toros Mérida.


El futuro de la fiesta

Para el jinete yucateco es muy respetable el movimiento que defiende a los animales y procura su conservación, pero encuentra que en una parte de quienes se manifiestan en contra de la fiesta brava prevalecen intereses más políticos que de una defensa ecologista genuina, pues apelan a la crueldad que sin duda existe en un rito como la tauromaquia, pero obvian, por ejemplo, los procesos de engorda a los que se somete en los rastros al ganado, en condiciones, ahí sí deplorables, inyectados con hormonas, en espacios nada saludables ni para los animales ni para los consumidores; en cambio, la infraestructura de la fiesta brava implica fuertes inversiones para el desarrollo del ganado que requiere una alta especialización, de crianza e, incluso, genética. Los animales disponen de grandes extensiones de tierra y son alimentados y cuidados específicamente para su sacrificio en el ruedo. “No veo a esos manifestantes afuera de los rastros luchando por los derechos de esos animales que luego llegarán a sus mesas o a los restaurantes, y que comerán sin el menor “rastro” de culpa; “me parece que hay una gran hipocresía en ello y que, en todo caso, se trata de verse a sí mismos con cierta superioridad moral sobre aquellos que consideran bárbaros por presenciar la fiesta brava, que no es otra cosa más que una representación de la existencia de la especie: tiempo, quietud y movimiento desafiando el destino inexorable que es la muerte; Eros y Thanatos. Eso no lo ven los nuevos antitaurinos”.

 

Foto: Cuauhtémoc Ayala

 

Ayala cree probable que se salve la fiesta si los aficionados logran juntarse para exigir que prevalezca, porque hoy por hoy es una minoría la que ha logrado que los políticos, que absurdamente ven como un filón electoral su causa, clausuren algunas plazas; quizá la fiesta como la conocemos algún día se extinga, como todo lo que está sobre la faz de la tierra, pero “confío en que no será por ningún movimiento fundado en una profunda hipocresía”. 

[email protected]

Edición: Ana Ordaz


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