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Obituario del gran gato de Hollywood

Tuvo que ser sacrificado luego que le diagnosticaron serios problemas de salud
Foto: Steve Winter/National Geographic

Era un amasijo de músculos y nervios; sin embargo, logró sobrevivir a la jungla de asfalto más peligrosa del mundo: Los Ángeles, California. Ahí, después de merodear durante años, falleció; tuvo que ser sacrificado luego que le diagnosticaron serios problemas de salud: una fractura en el cráneo, daños en varios órganos y un desgarre en el diafragma.

Era un puma, de 12 años, conocido como P-22, pe veintidós. El nombre es lo de menos, un soso tecnicismo en las antípodas de su carácter; hubiera sido mejor un nombre de trágico guerrero, como Aníbal, o de feroz sobreviviente, como Shackleton; incluso de indómitos caudillos de la zona, como Gerónimo. Paseaba por las colinas de Hollywood y el Parque Griffith; ahí, afilaba sus garras en los árboles, y ahí cazaba ciervos y mapaches. Era una de las estrellas de Hollywood más queridas… Y temidas.

“Si ves al puma, camina lentamente en dirección contraria y mantén la distancia. Regresa a tu casa o tu auto. Nunca huyas corriendo ni te agaches porque pensará que pareces una presa. No lo mires fijamente. Ha probado una y otra vez que no le interesa la gente”. Así lo recomendaba Miguel Ordeñana, el biólogo que lo descubrió, en 2012. Entonces, P-22 era un joven puma de unos 54 kilos.

A partir de su hallazgo, el animal fue monitoreado por las autoridades forestales de California, que incluso le instalaron un rastreador, con el que seguían meticulosamente los movimientos del gran felino. El dispositivo de localización estaba en un collar, que le daba el aspecto de un gran gato en plena callejoneada; sólo le faltaba maullar. Era una elegante singularidad, que demostraba el espíritu indómito y maleable de su especie, que se extiende desde el Yukón, en Canadá, hasta el sur de los Andes y la Patagonia.

El gran gato se movía entre algunos de los barrios más populosos de California, hasta esos que huelen a México, en las minas de remesas; incluso, “era capaz de sortear las autopistas 405 y 101, dos transitadas vialidades de la ciudad”, se asegura en la necrológica firmada por Luis Pablo Beauregard, corresponsal de El País en Estados Unidos. Sobrevivía el latir de esas arterias con taquicardia mejor que cualquiera de nosotros.

La reconquista solitaria del león de montaña fue maravillosa pero efímera; la gran ciudad poco a poco fue devorándolo, tragándose con concreto y asbesto las cuatro hectáreas de ese hábitat arrancado a la civilización. P-22 comenzó a perder peso y a cambiar sus hábitos: incapaz ya de perseguir ciervos o sorprender mapaches, comenzó a cazar perros. Hay dos víctimas reconocidas de sus garras: Piper, “un chihuahua que caminaba junto a un paseador de perros”, específica Beauregard, y otro, de raza indefinida, un malix de Hollywood Hills. Al chihuahua, nos imaginamos, se lo comió de un bocado.

Hecho ya una piltrafa, vomitado por la ciudad, el felino fue incapaz de sortear Teslas y Land Rovers, y sucumbió al estrépito de la civilización: lo atropellaron; de ahí esas heridas que después se convertirían en pretexto para su sacrificio, clavos de su ataúd. Convaleciente aún de los fierros del vehículo que lo machacaron, mandíbulas de hierro, garras de cristal, fue capturado en el jardín de una casa del barrio de Los Feliz, “en pleno corazón de Los Ángeles”. Irónico fin del triste (pariente de) tigre.

El fantasma del gran gato fue sacrificado el sábado pasado, a las 9 de la mañana, en el zoológico de San Diego; era ya sombra de una sombra, una leyenda a la que se le marcaban los huesos debajo de una piel dorada, ya opaca por los años y el humo de los escapes. No le sobrevive puma alguno; el único legado que deja fue esa terquedad de vivir incluso en ese infierno que se hace llamar Los Ángeles. Esa, y el nulo interés a la gente, que mantuvo pétreo hasta cuando esa misma gente lo mató. Ahora me rindo y eso es todo, susurró Gerónimo al morir. Algo por el estilo debió ronronear el último puma urbano. 

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Edición: Ana Ordaz


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