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Foto: Afp

Tras cinco días de violentos disturbios en Francia, el gobierno de Emmanuel Macron no parece ser capaz de encarar la crisis más que con medidas de fuerza, mayores despliegues policiales y acentuada represión. Es posible que por esa vía consiga imponer paulatinamente la calma en las calles de las ciudades francesas, habida cuenta de la espontaneidad y la inorganicidad de las protestas, pero esta táctica, que abre nuevos márgenes a la brutalidad policial, puede representar también el riesgo de echar gasolina al fuego: debe recordarse que el detonador de este nuevo ciclo de disturbios por parte de las juventudes marginadas de las periferias urbanas, en su gran mayoría descendientes de inmigrantes del norte de África, fue el asesinato de un menor de edad de origen argelino en Nanterre en el curso de un control policial.

El mundo gubernamental y político francés, mientras, sigue dando la espalda a las causas de fondo que desataron este incendio social: el racismo estructural de los cuerpos del orden, derivado del que recorre a buena parte de la sociedad, así como el abandono, la marginación y la falta de horizonte vital para innumerables jóvenes que habitan en las banlieues, los cinturones de desigualdad que rodean París y otras urbes del país que proclama la igualdad como parte de su lema nacional.

En efecto, para ese sector social abandonado a su suerte, no es fácil entender la articulación entre su desesperanzada realidad con una pujante y próspera sociedad de consumo, lujos, negocios y cosmopolitismo, en la que, para colmo, avanzan expresiones políticas, sociales y mediáticas de clasismo y xenofobia. En la más reciente jornada de desórdenes, grupos de ultranacionalistas exaltados han salido a recorrer las calles de algunas ciudades, al grito de “¡Francia para los franceses!”, a buscar confrontaciones con los inconformes, como si éstos no fueran ciudadanos del país.

De esta manera, los enfrentamientos entre policías y manifestantes amenazan con derivar a una batalla campal entre civiles.

 

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Puesta en perspectiva, esta revuelta de jóvenes hijos de la migración procedente de las ex colonias francesas es una muestra más de la pasmosa insensibilidad social del gobierno de Macron, quien ha provocado ya otros dos incendios sociales durante su mandato: el que protagonizaron los “chalecos amarillos” a fines de 2018 por el aumento al impuesto sobre los combustibles y el causado a raíz de la autoritaria y antipopular reforma al régimen de pensiones, que implicó un retraso de dos años en la edad de retiro, además de un año adicional de cotización como requisito para tener derecho a él.

Más allá de las limitaciones del actual mandatario francés, la desordenada sublevación de las barriadas aún en curso deja entrever el peligroso agotamiento del ciclo neoliberal en Francia, el cual ha destruido el pacto social construido en la posguerra.

En el fondo, la gasolina que consume edificios y automóviles en la hora actual es el conjunto de políticas económicas y sociales mantenidas a rajatabla y ha reducido el lema de la igualdad, la libertad y la fraternidad a un cascarón vacío.

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Edición: Emilio Gómez


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