Si la memoria no me falla, esto sucedió en 1945. Las hermanas y los hermanos Ferrer Berrón y sus antepasados, así como otras personas, eran concesionarios desde hacía un par de siglos, para extraer y vender sal de mar, que se obtenía en forma de cristales en “charcos” que tenían asignados casi a la orilla del mar, en el Real de Salinas, dentro del límite territorial del Estado de Campeche, muy cerca de Yucatán. En otra época también cosechaban palo de tinte (palo de Campeche) y otros productos de la región.
Mi tío Eduardo (“Guayín”) Ferrer Berrón, había decidido tomar unas vacaciones en “El Real” con su familia, integrada por su esposa Conchita (hermana menor de mi papá Francisco Álvarez Barret) y de los hijos de ella y de Guayín: cuatro hijas y un hijo. Ellas eran Jesusita (ver foto), María Alicia, Rosa Eugenia y María Concepción, y él Eduardo José. Supongo que me invitaron porque pensaron que sería interesante y divertido para mí, por la buena amistad que había entre Eduardo José y yo, además de que eran muchas mujeres, y yo sería un mejor compañero de juegos para él. Mi papá aceptó darme permiso para el viaje por quince días, periodo al cabo del cual yo debería reunirme con él y mi mamá en casa de su hermano Manuel en Mérida.
El viaje comenzó en Campeche y se realizó en dos embarcaciones: una lancha de madera, provista de una caseta, para resguardar a mi tío (el capitán), su esposa e hijas y tenía un motor de gasolina. La otra era un cayuco con dos pescadores. Carecía de motor, pero tenía un mástil, una vela y unas tablas gruesas, que servían de asientos, colocadas transversalmente, donde nos sentábamos los pescadores, mi primo y yo, expuestos al sol y a la brisa.
La navegación se desarrollaba normalmente, cerca de la costa y el cayuco seguía a la lancha a corta distancia. Ocasionalmente, algunos pequeños peces voladores caían dentro del cayuco, para diversión nuestra. Más tarde, me preocupó ver dos grandes animales nadando muy cerca del cayuco, casi donde yo iba sentado, pero los pescadores me tranquilizaron diciendo que eran delfines. Al rato, se nubló mucho el cielo y hubo fuertes truenos. Mi tío acercó la lancha a la costa, paró el motor y lanzó el ancla. Los pescadores hicieron lo mismo con el cayuco. Comenzó a llover y, para no mojarnos, quitaron la vela y el mástil. Apoyaron a éste a lo largo del cayuco, y extendieron la vela sobre el mástil, cubriéndolo todo. Nos acostamos los cuatro en las tablas y con esta maniobra evitamos mojarnos. Cuando dejó de llover continuamos el viaje sin más contratiempos y llegamos al Real de Salinas.
Rafael Ferrer Marín, sobrino de “Guayín”, era el Administrador y vivía ahí. Había restaurado la añeja y cómoda casa principal, la cual tenía techo de antiguas tejas europeas de barro, pisos de ladrillos e instalación hidráulica para cocina, baño y lavadero. El agua se obtenía de la ría, muy cerca de la casa, en donde había ojos de agua dulce, como los que existen en la costa norte de la Península de Yucatán. El agua se conducía hasta el tinaco mediante un tubo galvanizado, y se extraía con una bomba que funcionaba con gasolina. Ferrer Marín se comunicaba con la oficina de la empresa en Campeche, con una pequeña estación de radio que operaba con un acumulador, el cual obtenía su carga de un generador que funcionaba con viento del mar.
En el Real, mi primo y yo visitamos los charcos de sal, hicimos excursiones en un bote de remos, y participamos con los pescadores y otras personas en actividades de pesca, para obtener gran parte de los alimentos que consumimos.
Muy temprano, al cabo de los 15 días, en un automóvil Ford antiguo me llevaron a Celestún, situado cerca del Real. Ahí tomé un autobús que me llevó a Progreso por un camino de arena. En Progreso tomé otro autobús para ir a Mérida, en donde, cerca del mercado, tomé una calesa, y en ella llegué a casa de mi tío Manuel, para reunirme con mis padres, como fin del feliz viaje.
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