Diego me cuenta:
Llegó al hospital porque su novia lo convenció de que se atendiera. Desde los once años, alcohol, porros, tabaco, piedra.
—¿Cómo empezaste desde los once? —Mi rostro está acostumbrado a ocultar la sorpresa.
—Veía a mi padre meterse perico desde que yo tenía seis.
El seis me recuerda el número de pacientes que aún tengo después de Diego. Debo darme prisa.
—¿Qué más hacías a los seis años?
—Entre los seis y los ocho me la viví con miedos. Meaba la cama. Comía muchas galletas.
Me viene una imagen a la mente: 11 años. Siete de la tarde. Al terminar el entrenamiento de fútbol en la escuela, convencía a mi padre de comprarme unas galletas emperador. Cuando no se las pedía, él esperaba hasta que estuviéramos afuera, y a punto de cruzar Paseo de Montejo, me preguntaba, extrañado, “¿hoy no vas a querer tus galletas?”. Fingía pensarlo antes de regresar a la cafetería, bajo el intenso chillar de los pájaros que abarrotaban los árboles sobre nuestras cabezas.
Diego duda ante mi pregunta. Se retira el gorro que le cubre la cabeza y el rostro. Usa chamarra a pesar del intenso calor.
—Comencé a mear la cama cuando mi tío empezó a entrar a mi cuarto. El hijo de puta.
La acera está manchada de excremento de miles de pájaros que durante infinitas tardes han impregnado el rojo de los adoquines, dejándolos como, ahora pienso, un cuadro de Willem de Kooning. Mis pasos de púber esquivan las manchas y otras veces busco pisarlas con los tachones de mis zapatos de fútbol. Muchas veces yo iba sobre la mierda. Pocas veces la mierda me cayó encima.
—Mi mamá se intentó suicidar cuando le conté que me habían violado —Diego siguió hablando durante mi huida a una tarde en Mérida—. Se empastilló duro. Tuvimos que ingresarla.
—¿Cómo es que finalmente lo contaste?
—Una prima siempre me encargaba cuidar a su niña. Un día me acusó de haberla violado. Lo negué. La niña tiene tres años. Les dije: ¿cómo voy a hacer algo que me hicieron a mí?
Los pájaros sobre mi cabeza chillan con más fuerza. Diego no lo sabe, pero la pregunta bien podría ser al revés: “¿Cómo no lo ibas a hacer, si te lo hicieron a ti?”. Seis pacientes en espera. El olor de las tardes rojas y húmedas en Mérida.
—¿Quieres ver un truco? —me pregunta mi padre. Estamos de pie bajo los árboles en Paseo de Montejo.
Digo que sí. Aplaude con fuerza muchas veces. Comienza a correr. Me doy cuenta demasiado tarde. Los pájaros, asustados, se cagan sobre mi cabeza. Me carcajeo mientras le doy alcance. Nos subimos al auto. Mi madre y hermanas nos esperan para la cena.
Escritor, psicoanalista y psiquiatra de adultos y niños.
Edición: Estefanía Cardeña
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