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Hoy se cumplen dos años de que el ejército ruso cruzó las fronteras ucranias para llevar a cabo una operación militar especial, cuyos propósitos declarados eran desmilitarizar a su país vecino, desnazificar a las autoridades y las fuerzas armadas ucranias y separar del país las regiones con presencia significativa de población rusa, las cuales se encontraban enfrascadas en enfrentamientos de intensidad variable con Kiev desde 2014. Hasta ahora, ninguno de los objetivos se ha cumplido, pero el gobierno de Volodymir Zelensky parece, a su vez, cada día más lejos de su intención de expulsar a todas las tropas rusas y recuperar la totalidad de los territorios perdidos, incluida la península de Crimea, ya integrada de manera, aparentemente, irreversible a Rusia.

En estos 24 meses ha muerto un número de soldados y civiles que ronda cientos de miles, aunque es imposible establecer las cifras con precisión debido a los sesgos de la propaganda bélica de uno y otro lado. Como en toda guerra, la desinformación ha cumplido un rol protagónico. Desde Occidente se sigue hablando de la agresión no provocada de Rusia, pero los acercamientos para integrar a Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fueron una clara provocación: ni Washington, Londres, París o Berlín aceptarían la presencia en sus fronteras de una alianza militar que los declare su enemigo principal y amenace con dirigir misiles contra ellos. Por su parte, Moscú sostiene que sus adversarios no le dejaron otra alternativa, aunque siempre hay caminos menos deseables que las armas. Otro tanto vale para Kiev, que se presenta como una víctima pasiva de su poderoso vecino, cuando sus líderes sabían (o debieron saber) que sus coqueteos con la OTAN eran una línea roja inadmisible para la seguridad nacional rusa. Asimismo, se ha vuelto innegable la ubicuidad de elementos neonazis entre las tropas y la sociedad ucranias, quienes han sido retratados, incluso por los medios más rusófobos, portando símbolos fascistas.

 

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Una de las cuestiones a debate es la de cuándo inició realmente el conflicto: las administraciones de Putin y Zelensky coinciden en ubicar como punto de partida 2014, pero cada bando resalta hitos diferentes. Para Moscú, las agresiones comenzaron con el golpe de Estado conocido como Euromaidán, financiado y respaldado por las potencias occidentales, y a partir del cual se instaló un gobierno antirruso que desató cacerías de ciudadanos con esa etnicidad. Para Kiev, el Euromaidán fue una heroica rebelión civil y la violencia provino de la reacción del Kremlin a ese evento con la anexión de Crimea y el respaldo financiero, logístico y armamentístico a milicias prorrusas en la región del Donbás. Ambas posturas hunden sus raíces en la centenaria historia que comparten los pueblos ruso y ucranio, cuyas complejidades se exacerbaron con el surgimiento y posterior caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, ya que sus gobernantes alteraron las fronteras de acuerdo con necesidades internas y geopolíticas.

A las dificultades inevitables de estas sociedades para entenderse en un contexto post-imperio ruso y postsoviético, se sumó el papel de Occidente, que desde mucho antes del 22 de febrero de 2022 desplegó una política belicista agresiva y quiso usar a Ucrania para humillar a Rusia, una peligrosa insensatez al tratarse del Estado con el mayor arsenal nuclear del planeta. La instrumentalización del conflicto por parte de Washington para destruir a Rusia y separarla definitivamente de Europa no ha logrado derrotar a la nación euroasiática en el campo de batalla ni colapsa su economía. Por el contrario, son los países de Europa occidental los que sufren la pérdida de una fuente barata de energía, la retirada de un mercado de primera importancia, el desvío de recursos a la industria bélica y el efecto inflacionario de estos factores.

 

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Washington y Bruselas tienen en sus manos el final de este conflicto, que podría terminar tan pronto como dejen de alimentar la maquinaria de muerte con sus misiles, proyectiles, tanques e información de inteligencia. Uno de los principales obstáculos a una salida negociada, el dogma occidental respecto a la inamovilidad de las fronteras ucranias, se revela hipócrita en cuanto se recuerda que estos mismos actores forzaron la disgregación de Yugoslavia en un archipiélago de pequeños países susceptibles de ser controlados por las metrópolis y sus corporaciones. Este problema territorial, sin duda complejo, es una cuestión que deben solventar Kiev y Moscú, y que sólo podrá tramitarse en una mesa de negociaciones, sea ahora o cuando miles de personas más hayan sacrificado sus vidas. Ante dicha realidad, la función de la comu-nidad internacional debe ser la de facilitar las condiciones para terminar con la barbarie de la guerra, y cabe desear que ocurra lo antes posible.

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Edición: Emilio Gómez


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