Opinión
Nalliely Hernández
01/11/2024 | Mérida, Yucatán
El filósofo estadounidense Richard Rorty murió en 2007 de cáncer de pancreas. Poco antes de morir, en un texto llamado The Fire of Life relata:
"Unos meses después de haber conocido las malas noticias, estaba sentado tomando mi café cuando un primo que me visitiaba preguntó si mis pensamientos se volvían hacia temas religiosos en esos días, y le dije que no. Entonces mi hijo preguntó: ¿y hacia la filosofía? “No”, respondí. Ni la filosofía que había escrito ni la que había leído parecían tener especial relación con mi situación. No tenía nada en contra del argumento de Epicuro de que es irracional temer a la muerte, ni de la sugerencia de Heidegger de que en la onto-teología se origina un intento de eludir nuestra mortalidad. Pero ni la ataraxia (liberación de la perturbación) ni el ser hacia la muerte me parecían pertinentes. “¿No te ha servido nada de lo que has leído” Insistió mi hijo. “Si”, dije “poesía”. “¿Qué poemas?” Preguntó. Cité dos viejos versos que recientemente había desenterrado de mi memoria y que me alegraron extrañamente, los versos más citados de Garden of Proserpine de Swinburne.
Encontré consuelo en esos meandros pausados y en esas brasas crepitantes. Sospecho que la prosa no podría producir un efecto comparable."
A pesar de esta falta de consuelo en la filosofía, creo que el enfrentamiento de este pensador con la finitud en sus últimos días conecta perfectamente con algunas cosas de las que leyó y, sobre todo, de la filosofía que escribió. Me explico.
Su figura filosófica es una de las más controvertidas del siglo pasado. El inicio de su carrera transcurrió en el estilo más científico de la filosofía, pero luego practicó otro tipo de escritura y mezcló tradiciones indiferente a las fobias y las ortodoxias que había en ellas. Lo cierto es que, como explica Ramón del Castillo, Rorty nunca encajó a cabalidad en ninguna perspectiva filosófica y no se entendió con casi ningún filósofo, a pesar de haber dialogado con casi todos: para la vertiente científica y lógica de la filosofía, su propuesta era débil y resultaba superficial, mientras que para la izquierda cultural no era suficientemente teórico ni políticamente radical.
Más aún, algunos le califican como el filósofo anti filósofo que promovía el fin de la filosofía, pero yo diría que era más bien un meta-filosófo pues tenía la afición intelectual de inspeccionar la pertinencia de los problemas del gremio y plantear escenarios alternativos: ¿y si esta no fuera una cuestión que vale la pena pensar?, solía preguntar.
No obstante, más allá de estas consideraciones, creo que si algo unificó su trayectoria fue su empeño de reencantar el mundo ante la finitud, ante la inminencia de la muerte. Lo que más estimuló su temperamento filosófico fue llevar el imperativo de nuestra mortalidad a todos los rincones de la cultura.
Siguiendo a algunos filosofos contemporáneos, Rorty considera que el unico acceso cognitivo que tenemos a las estrellas o a los árboles reside en nuestras capacidad de usar palabras como “árbol” o “estrella”. Desde este punto de vista, cuando decimos que aumenta nuestro conocimiento no queremos decir que tenemos mejor acceso a lo real o que el resultado del uso de la razón sea levantar los “velos de lo aparente”, sino que tenemos una mejor capacidad de hacer cosas, en sus palabras: “de participar en prácticas sociales que posibilitan una vida humana más plena y rica”. En su perspectiva, la forma en que esta capacidad se mejora tiene que ver con la ampliación del lenguaje a través de más metáforas que, como ya adelantaba Nietszche, se literalizan como verdades. Como resultado, el filósofo vincula esta idea del conocimiento con la tesis romántica: “de que la razón no puede seguir ningún sendero que la imaginación no haya desbrozado antes”.
Consecuentemente, Rorty defiende una concepción sobre la poesía, intencionadamente ampliada, que recupera Shelley: “esa palabra [poesía] puede definirse como la expresión de la Imaginación (…) A un tiempo centro y circunferencia del conocimiento (…) Es simultáneamente raíz y floración de todos los demás sistemas de pensamiento”. Así, incluye en la figura del poeta, la prosa de pensadores que han propuesto nuevos lenguajes tan diversos como Platón, Newton, Darwin, Hegel o Freud. Rorty los piensa como versificadores tanto como a Blake. Estos nuevos lenguajes pueden incluir ecuaciones matemáticas, narrativas dramáticas o innovación prosódica, da igual, nos dice. Lo relevante es que amplían el vocabulario mediante la imaginación. Con ello, nos permiten mayor diversidad, nos permiten renunciar al “uno” fundamental de la idea de Dios y, con él, a la inmortalidad.
Así, contrasta el hábito del poeta de darnos un lenguaje más rico con el empeño del filósofo platónico de encontrar un acceso no lingüístico a la realidad. Quizá ese sueño fue un logro poético, dice, pero hoy en día somos más capaces que Platón para lidiar con nuestra finitud y admitir que nunca estaremos en contacto con algo más grande que nosotros mismos. En su lugar, podemos intentar una mejor vida humana. Con esta actitud de descreimiento hacia verdades últimas defiende que la literatura (en ese sentido amplio) ocupe el centro de la cultura, pues permite mayor pluralidad, renunciando a la obsesión por lo absoluto como un intento de eludir nuestra mortalidad. Es el lugar en el que aceptamos y enfrentamos la finitud mediante la creación.
Desde este punto de vista, todo su proyecto filosófico estaría unificado por su actitud hacia la muerte. Al final de The Fire of Life dice melancólicamente:
"Ahora desearía haber pasado algo más de mi vida con la poesía. No es porque tema haberme perdido verdades que no se pueden expresar en prosa. No hay tales verdades; no hay nada sobre la muerte que Swinburne y Landor conocieran pero que Epicuro y Heidegger no supieran comprender. Más bien es porque habría vivido más plenamente si hubiera sido capaz de recitar más versos viejos, igual que si hubiera hecho más amigos."
Edición: Emilio Gómez