Opinión
La Jornada Maya
08/12/2024 | Mérida, Yucatán
Juan Carlos Pérez Castañeda
Si en algún rubro la Cuarta Transformación le ha quedado a deber a la nación, ese ha sido sin lugar a dudas el agrario, ya que incluso hasta en materia de seguridad -aunque modestos- se han registrado avances. La falta de ideas y de implementación de políticas públicas dirigidas a dicho sector ha sido patente. Tal situación ha permitido la profundización de las tendencias negativas derivadas de la desamortización de la propiedad social iniciada en 1992 y de la atropellada, deficiente e inconclusa regularización masiva de la tenencia de la tierra.
A más de tres décadas de modificado el marco jurídico agrario, las circunstancias han cambiado. Los problemas de hoy no son los mismos de ayer y aunque muchos creen que la cuestión agraria ha quedado saldada, la realidad es otra. Lo que ocurre es que la ventilación de la mayor parte de la problemática fue judicializada o registrada en las agendas burocráticas de atención ciudadana, hecho que prácticamente la ha invisibilizado, dando la impresión de que no pasa nada.
A ello se suma el desplome presupuestal de que el sector ha sido objeto, cuyas instituciones administrativas y jurisdiccionales han experimentado un grave retroceso que, presas de la enraizada corrupción que las permea, ha provocado el despido de personal, la obsolescencia de su equipo, el deterioro de instalaciones y el cierre de oficinas, abatiendo aún más la calidad de su servicio y creado un excepcional caldo de cultivo para la consumación de un despojo territorial de ingentes dimensiones.
Empero, aun cuando la problemática actual es distinta a la de finales del siglo XX, sobre todo debido al álgido proceso de transferencia de la tierra que a diario se escenifica, ni el marco jurídico ni las instituciones del sector se han modernizado. Es un hecho que en este terreno el gobierno de la 4T se durmió en sus laureles, siguiéndole el juego al conocido enfoque neoliberal para el que lo agrario ha quedado atrás; 99 millones de hectáreas en manos de ejidos y comunidades, nada más 51 por ciento del territorio nacional en propiedad social.
Lo anterior ha originado que en el campo impere una abrumadora falta de respeto a la ley y que en numerosas regiones se halle ausente el Estado de derecho, propiciando que muchos hagan lo que quieren sin que nadie asuma su responsabilidad ni se decida a poner orden, lo que obviamente obra en perjuicio de los que menos tienen. De continuar por ese camino, es decir, sin aplicar medidas que propendan a mitigar los efectos de las tendencias agrarias negativas estructurales y coyunturales, es probable que estemos en el preámbulo de agudos problemas agrarios que detonen en un futuro no muy lejano.
En efecto, por más programas y políticas públicas que se anuncian, por ningún lado se observa que se incluya a los núcleos agrarios, articulándolos a los proyectos estratégicos o al proceso productivo nacional, lo cual indica que siguen siendo los grandes olvidados. Más aún, si durante el sexenio que recién finalizó se desmontó irreflexivamente el sistema nacional de planeación del desarrollo rural que a duras penas se había venido construyendo.
No obstante, es necesario advertir que por muy efectiva que parezca la política pública en materia agraria que se diseñara, se vislumbra muy difícil que prospere si los cuadros encargados de su aplicación siguen siendo los mismos que operaron el aparato público agrario durante las gestiones presidenciales del pasado. Lo único que nos falta por ver es que los “modernizadores” y pro privatizadores de ayer (priistas y panistas), cuya capacidad acomodaticia es admirable, resulten ser los “agraristas” de hoy.
Edición: Fernando Sierra