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Ayer se reunió en Ciudad de Panamá un grupo de ex mandatarios latinoamericanos de derecha para acompañar en su aventura golpista a Edmundo González Urrutia, el candidato del conservadurismo venezolano derrotado en las pasadas elecciones presidenciales. En el país canalero, González reiteró la amenaza que hizo en cada parada de su gira por Argentina, Uruguay y Estados Unidos de ingresar ilegalmente a Venezuela y encabezar un golpe de Estado mañana, cuando el presidente electo Nicolás Maduro deberá juramentar para un nuevo periodo en el cargo.

La puesta en marcha del plan para derrocar al gobierno constitucional de Venezuela e imponer en el Palacio de Miraflores a los agentes de Estados Unidos liderados por María Corina Machado –quien usa a González como instrumento ante su inhabilitación por actividades ilícitas– se desarrolla con el beneplácito de buena parte de la comunidad internacional, que apoya a los sediciosos por obediencia a Washington, desinformación, afinidad ideológica, intereses económicos o una combinación de tales factores.

Muchos de los respaldos otorgados al ex candidato son previsibles en el tablero geopolítico, pero resulta decepcionante la postura asumida por el presidente de Colombia, Gustavo Petro. Con su anuncio de que no acudirá a la toma de posesión de Maduro, Petro mancha el histórico proceso de normalización de relaciones con que trató de subsanar las agresiones perpetradas por sus antecesores ultraderechistas, incurre en injerencia en los asuntos internos venezolanos al dictar cómo debe operar el Tribunal Supremo Electoral de Caracas y se debilita a sí mismo por ignorar que los grupos oligárquicos que asedian al chavismo son parientes cercanos de los que mantienen un acoso permanente contra su administración, la primera de izquierda en la historia colombiana.

En este sentido, cabe aplaudir la actuación del Estado mexicano, que vuelve a brindar a sus pares latinoamericanos y al mundo un ejemplo de mesura, soberanía, apego a la legalidad internacional y comprensión de lo que se encuentra en juego frente a los embates injerencistas de Washington en momentos en que Donald Trump se apresta a regresar al poder.

Lo que deben entender los gobernantes, ex gobernantes, políticos, personas de negocios, opinadores y ciudadanos de a pie de todas las latitudes es que la legitimidad de la presidencia venezolana no pueden decidirla ni Panamá, ni la Casa Blanca, ni un grupo de venezolanos auspiciados por Washington, ni ninguna otra instancia más que las autoridades electorales de Venezuela, pues cualquier postura que se aparte del respeto irrestricto a la soberanía abre el camino a la imposición de presidentes desde fuera, una práctica imperialista que América Latina ya ha sufrido en demasía.


Edición: Ana Ordaz


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