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Un cometa llamado Lola

Una mujer como pocas que comparte postales de su vida en redes sociales
Foto: Manola González de Cosío

A los 83 años, Lola no espera a la muerte: la ensaya. Como quien afina un acorde o repite un verso hasta encontrarle el tono justo, no deja de contarme cómo ha recreado su propio funeral. No por morbo ni resignación, sino porque sabe que la vida se vive mejor cuando se mira de frente y con suficientes dosis de humor. Es intensa, insaciable. Por eso asegura que lo único real es la muerte, que ahí radica la verdadera democracia, en que todos, tarde o temprano, vamos a morir.

Lola vino a Yucatán este equinoccio para llenarse de energía en Dzibilchaltún y continuar así sus pasos por México. Pero su amor por este país no siempre fue tan fuerte. Me cuenta que descubrió las mieles de esta tierra a los 50 y que, desde entonces, camina como si cada rincón del territorio tuviera un secreto que revelarle. Militante, apasionada, con los pies en la tierra y el cuerpo puesto en la historia, Lola no se sienta a escuchar el mundo,  lo sacude… aunque para ello, ahora necesite un bastón.

Cada día se enfunda en un huipil, prenda que empezó a apreciar ya entrada en la mediana edad, y donde un espacio de poder se le manifestó; el de las manos que bordan, que tejen, que inventan y recrean el mundo en lienzos infinitos de posibilidades. En la pluralidad de la vestimenta tradicional de los tantos pueblos originarios que conforman México, Lola encontró la madeja que necesitaba para conectar con su ser, con la raíz familiar, con su legado ancestral y por qué no con Guadalupe su madre, que nunca olvidó el otomí, su lengua materna. Ese hilo continuo es del que tira cada día para continuar. 

Y es que Lola es conocida por miles de personas en las redes. En su cuenta de Instagram @loscoloresdemimadre comparte su amor por México, los lugares que visita y sobre todo sus consejos. Como el cometa Halley, su vida es una estela de fuego que deslumbra; no pasa desapercibida, no se conforma con ser un punto imperceptible en el cielo. Tan es así, que aquella lejana noche en el salón Imperial, su destello enamoró al padre de sus tres hijas: Lola, Manola y Diana Lucinda que acompañan sus travesías, sus peripecias y la creación de contenido. 

Con su tequila en una mano y en la otra, la certeza de que no hay edad para experimentar comparte “el consejo de hoy” animando a jóvenes y adultos a un ¡vayan y háganlo!, sin adornos ni filtros, pero con la voz firme de quien se ha atrevido a todo. Es por eso que sus seguidores la esperan con la misma emoción con la que los astrónomos aguardan el regreso del cometa.

Se ha tatuado a los 80, ha probado lo prohibido y besado lo inesperado. Por supuesto que Lola no es una abuela convencional. No cuida nietecitos, hornea galletas o teje suéteres; Lola teje historias, rompe esquemas y deja un rastro de palabras que hacen vibrar. Se bebe a México en tragos largos, ya sea de mezcal, pulque, tepache o cerveza. Con cada sorbo, cada paso, cada cicatriz corrobora un pacto con esta tierra que la reclamó a los cincuenta y a la que aprendió a pisar con devoción desde entonces. Nunca aconseja con condescendencia, sino con la rabia de quien ha vivido en carne propia y con la ternura de quien sabe que la vida es demasiado corta para titubear.

Lola visita Mérida con frecuencia. Me cuenta que un día fue al panteón general y cuando le preguntaron si quería ir a donde estaban enterrados los hombres ilustres, rápido se decantó por ir a la lápida de Carrillo Puerto.  Sintiéndose “peregrina” dijo que a esa tumba era a donde quería ir para honrar la memoria de un grande y, coqueta hasta con los finados, sentencia que si sus hijas no la entierran cerca del que fuera su gran amor, ella pedirá pasar el resto de sus días al ladito del jaguar con los ojos de jade con el permiso de la mismísima Alma Reed.

Con su pelo ahora cano, sigue deleitándonos. Porque Lola, es música, es jiribilla, mariachi y trova yucateca que no cesa. Es la tuna más roja del nopal, un picoso mole de olla y el sorbete de mamey más reconfortante si uno anda con eso que en la mixteca oaxaqueña llaman “la tiricia”. 

Lola, el cometa que no se apaga, cada que puede se sumerge en mares, ríos y cenotes bien enhuipilada para empaparse de vida, desafiando con ahínco los discursos de lo que ‘debería’ ser una mujer de su edad. Al tomarle su mano, observo que en la muñeca lleva tatuado un pájaro rodeado de flores; el ave que ella asegura la guiará cuando la muerte deje de ser una puesta en escena para volverse realidad. Porque como el Halley, desaparecerá algún día, pero su fuego seguirá presente en quienes como yo, tuvimos la fortuna de verla cruzar.

Lea, de la misma autora: Paisajes de sal

Edición: Fernando Sierra


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