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Un día en la playa

Los terrenos costeros se pueden convertir en propiedad privada si el estado los desincorpora
Foto: Jusaeri

Hace poco apareció en las redes sociales un video que mostraba un incomodísimo encuentro entre una mujer, al parecer extranjera, y una familia en la playa de Santa Clara. Al parecer, a la señora le pareció buena idea pegar de gritos y aventar huevos a estas personas, que no querían más que pasar unos días gozando de baños de mar y la paz característica – hasta ahora – de la costa yucateca. La mujer había decidido que era “su” playa, de la que se asumía sola propietaria privada. La anécdota podría resultar trivial, a no ser porque es un reflejo de los que está sucediendo en los litorales mexicanos, a pesar del fervor patrio que nos lleva a afirmar ante propios y extraños que “somos un país libre y soberano”.

Desde que tuve oportunidad de estudiar el asunto con cierto detalle y profundidad, me ha parecido que lo que establece el artículo vigésimo séptimo de la constitución, acerca de la propiedad originaria de los recursos naturales de la nación, lo que al respecto se desarrolla en el articulado de la Ley de Bienes Nacionales, y sobre todo lo que establece el Reglamento de Playas, Zona Federal Marítimo Terrestre y Terrenos Ganados al Mar, es de una claridad meridiana, y configura un marco jurídico que en principio debería resultar de fácil comprensión y aplicación. Sin embargo, esto está lejos de suceder. Aunque en realidad no es más que un dato curioso, habría que recordar que este entramado jurídico tiene sus orígenes en una antiquísima decisión de los reyes católicos: cuando Isabel y Fernando (“tanto monta, monta tanto…) lograron reconquistar el territorio peninsular controlado por los moros, determinaron que, para evitar perderlo de nuevo, tendrían que  arreglárselas para ejercer un dominio total sobre el litoral, en una franja lo suficientemente ancha como para que sus fuerzas armadas pudieran transitarla, y maniobrar en ella con soltura. Así, empezaron a considerarse como tierras de la corona las comprendidas entre la pleamar y veinte brazas tierra adentro. Ese criterio se extendió a las colonias españolas, y eventualmente, las brazas se hicieron metros, al adoptarse el sistema métrico decimal. En realidad, esto no importa demasiado. Lo que sí es importante en la actualidad es que, de cumplirse en rigor lo que establece la legislación mexicana, esos veinte metros estarían efectivamente bajo el control del estado, a través de la autoridad federal, y esto no sucede en realidad.

La cuestión es más compleja de lo que parece a primera vista. Para empezar, los veinte metros de zona federal, que pueden incluir playas, o estar constituidos por litorales rocosos, no son rígidos e inamovibles. Su forma y su distribución cambian con el tiempo, en función de la erosión, los mecanismos de arrastre y acumulación de sedimentos, y el impacto de fenómenos meteorológicos. En algunas porciones del litoral, el mar gana terreno y se adentra en lo que antes fuera tierra firme, mientras que, en otros, ésta va ganando terrenos al mar. Por ello, medir y delimitar las playas, la zona federal marítimo terrestre, y los terrenos ganados al mar, es una tarea técnicamente compleja, que requiere un monitoreo constante y esto, desde luego, demanda un costo considerable. Costo que por cierto no suele considerarse prioritario.
Por otra parte, el estado puede otorgar en concesión a personas físicas o morales porciones de playa, bajo dos figuras diferentes: para conservación y ornato, en cuyo caso el concesionario puede impedir que se lleven a cabo actividades en el área concesionada, y se compromete a conservarla en buen estado; o para realizar alguna actividad lucrativa, para lo que podrá erigir la infraestructura que requiera, previo dictamen de impacto ambiental. En ambos casos la parte interesada debe pagar un derecho, que en el segundo es desde luego considerablemente más caro. Estos derechos deberían ser recaudados por la autoridad municipal, y supuestamente deberían distribuirse de modo que un tercio ingrese a las arcas del municipio, otro a la tesorería de la federación, y el resto debería destinarse a un fondo para el manejo de la zona federal marítimo terrestre. Lo cierto es que solamente en algunos municipios costeros del país, donde el desarrollo de infraestructura para el uso turístico es una actividad económica de gran peso, sucede algo parecido a lo que prevé la ley. En la mayoría de los casos, los municipios se resisten a hacerse responsables del cobro, porque lo perciben como un deber impopular que compromete sus posibilidades de aspirar a nuevos puestos de elección.

Los terrenos ganados al mar se pueden convertir en propiedad privada, y el estado los puede desincorporar, a título oneroso, a favor de algún particular. Solamente la titular del ejecutivo puede otorgar un predio ganado al mar a otra persona a título gratuito. Así fue como, por ejemplo, la UNAM obtuvo el dominio del predio donde se encuentran sus instalaciones en el puerto de Sisal. Lo que no se puede hacer es otorgar una porción de playa, o zona federal, en propiedad a ningún particular, mucho menos a un extranjero. Ningún concesionario podrá tampoco limitar la libre circulación de personas por el área sobre la que ejerce algún dominio por título de concesión. Y ninguna persona, excepto los representantes debidamente acreditados de la autoridad, podrá circular por las playas en vehículos motorizados, sea cual sea su tamaño o potencia.

Dicho lo dicho, la señora del video no tenía derecho alguno a manifestarse como lo hizo, y los afectados tendrían que haber podido recurrir a la autoridad local para defender su derecho de estar en la playa temporal y pacíficamente. Lo que queda sobre la mesa, como algo que el estado mexicano debería atender a cabalidad, es la capacidad de inspección y vigilancia, recaudación y administración de los pagos de derechos debidos, delimitación y monitoreo; en fin que la ley aplicable es bien clara, lo que hace falta es la capacidad de gestión del estado en los diferentes niveles de gobierno, y sobre todo la voluntad política de las autoridades locales para cumplir con su responsabilidad en la materia.


Edición: Ana Ordaz


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