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La Cámara baja de Estados Unidos aprobó ayer un marco regulatorio para las criptomonedas y otros activos digitales, la llamada ley Clarity, la cual ya había sido aprobada el mes pasado por el Senado y que entrará en vigencia una vez que el presidente de ese país, Donald Trump, la promulgue. La regulación obliga a los emisores de las llamadas criptomonedas estables a respaldarlas mediante depósitos bancarios o bonos del Tesoro equivalentes, cuando menos, al valor de las criptomonedas que pongan en circulación. Sin embargo, congresistas demócratas han manifestado su escepticismo sobre el grado de protección que esta ley ofrece a los inversionistas y ahorradores.

Al margen de los juicios que puedan hacerse sobre la legislación referida, y a pesar de las abundantes descalificaciones a las monedas digitales emitidas por muchos destacados economistas, lo cierto es que las operaciones con criptomonedas se han ido expandiendo en forma sostenida desde hace 15 años, que tienen una importancia creciente en las finanzas planetarias, que el bitcóin –la más emblemática de ellas– es ya uno de los cinco activos más grandes el mundo, superado sólo por el oro y por las empresas informáticas Apple, Microsoft y Nvidia, y que el rendimiento del mercado cripto ha superado en ocasiones al del Nasdaq, el índice de bursátil que registra el desempeño de los cien mayores conglomerados empresariales.

Por lo demás, la suma de los poco más de 19 millones de bitcoines que hay en el mundo se cotiza en la estratosférica cifra de 2 billones 280 mil millones de dólares.

Pero el ámbito de las monedas digitales basadas en el mecanismo informático de la cadena de bloques ( blockchain) no sólo está plagado de riesgos para grandes y pequeños inversionistas, sino que es conocido por su opacidad –paradójica, habida cuenta de que el historial de operaciones está a la vista de todos–; además, acaso por el anonimato garantizado de los participantes, da lugar al empleo de esta forma de intercambio de valor con propósitos ilegales que incluyen el financiamiento de negocios corruptos, el lavado de dinero, la evasión fiscal y el tráfico de drogas y de armas. Por añadidura, no son pocos los poseedores de criptos –personas físicas o corporativos– que se han visto estafados o despojados mediante procedimientos informáticos fraudulentos.

Otro aspecto de las monedas digitales que debe ser regulado es el impacto ambiental de sus procesos –el llamado "minado"–, que requieren masivas cantidades de electricidad para los dispositivos de cómputo y que contribuyen al calentamiento global y a la contaminación auditiva en los entornos en los que son instalados.

Pese a los aspectos negativos del bitcóin y de instrumentos semejantes, como el ethereum, el litecóin o el ripple, y aunque su propósito original de servir de medio de intercambio ha ido cediendo su lugar a su uso como reserva de valor, nada indica que el auge de las monedas digitales esté llegando a su fin. Es necesario, por ello, minimizar sus riesgos y sus efectos negativos mediante un marco legal bien concebido.



Edición: Ana Ordaz


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