Opinión
La Jornada
28/08/2025 | Ciudad de México
El lunes pasado trascendió que el gobierno de Donald Trump envió el crucero de misiles guiados USS Lake Erie y el submarino de ataque rápido de propulsión nuclear USS Newport News al “sur del Caribe”, es decir, a las costas venezolanas. De este modo, Washington ya cuenta con por lo menos ocho buques de guerra desplegados en la zona, como parte de lo que el mandatario denomina ofensiva contra el narcoterrorismo.
Basta repasar la naturaleza y capacidades de las embarcaciones para develar las verdaderas intenciones de semejante alarde belicista: el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson son destructores de la clase Arleigh Burque, fabricados para lanzar ataques terrestres, guerra antiaérea, guerra antisubmarina, guerra antisuperficie e incluso armamento antisatélite, así como misiles antibalísticos (misiles que derriban otros misiles); en tanto, el USS San Antonio, el USS Iwo Jima y el USS Fort Lauderdale, con una tripulación de 4 mil 500 elementos, son buques de asalto anfibio, cuya función es transportar tropas con todo el material necesario para emprender una invasión en cualquier tipo de costa.
En cuanto al mencionado USS Newport News, que también dispone de armamento antisuperficie, fue utilizado en la invasión y colonización de Irak y Afganistán a principios de siglo.
Para cualquier observador objetivo, resulta inverosímil que el combate al trasiego de estupefacientes se lleve a cabo con cruceros, destructores, plataformas de desembarco y submarinos nucleares, naves cuyo poder de fuego no sólo es absolutamente desproporcionado para la supuesta misión, sino que además tienen dimensiones que los vuelven inútiles y hasta contraproducentes en esa clase de operaciones. Si a lo anterior se suman los antecedentes de la clasificación por parte de Washington de los cárteles como organizaciones terroristas y del presidente venezolano, Nicolás Maduro, como líder de uno de ellos, se vuelve transparente que la flota estadunidense persigue el derrocamiento del dirigente chavista, ya sea mediante la traición de los mandos militares –con que la ultraderecha venezolana fantasea desde 2002– o la intervención directa de las fuerzas armadas de la superpotencia.
En este contexto, es deplorable que los émulos regionales de Trump sigan el juego de equiparar el negocio delictivo del narcotráfico con el del terrorismo, cuyos móviles son políticos e ideológicos, y que apliquen la etiqueta de narcoterrorista a organizaciones cuya existencia es más que dudosa. Con independencia de filiaciones ideológicas y partidistas, todos los gobernantes latinoamericanos deberían entender que la agresión imperialista contra Caracas erosiona la soberanía de todos los demás países del hemisferio y que rechazar el intervencionismo es un asunto de seguridad nacional, dignidad, patriotismo bien entendido y, en última instancia, de supervivencia.
Edición: Emilio Gómez