Austria y Joseph Roth

Acaba de aparecer una nueva edición, convenientemente anotada y revisada, de la obra maestra de Joseph Roth, La Marcha Radetzky (Alba Editorial, 2020), en su Serie Mayor de Clásicos y con la acuciosa traducción de Xandru Fernández.

Publicada originalmente en 1932 y consagrada como uno de los grandes monumentos narrativos del siglo XX, esta nueva edición aparece en el XXI justo cuando nos encontramos en una crisis que recuerda en algo la que sufriera la Europa de Roth, para demostrar su vigencia y cuando la juventud, la sonrisa entre infantil o siniestra, del actual primer ministro austriaco, Sebastian Kurz, contrastan con la imagen de ese otro que dejó de sonreír, roto, perseguido, aplastado y que, en 1939, optó por el suicidio en París.

No fue el único suicida durante aquellos tiempos. Tras la destrucción de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, también Stefan Zweig o Walter Benjamin, inteligencias superiores al igual que la de Roth, optaron por ese camino trágico. 

No puede ser mayor ni más cruel el contraste entre ellos y la sonrisa del actual primer ministro austriaco que, con los holandeses a la cabeza, formó parte del Grupo de los Frugales en la Unión Europea, para dejar claro que se trata tan sólo de un proyecto de intereses económicos y no de construcción comunitaria. 

Afortunadamente, aunque hicieron tan difícil salvar a Europa de una crisis casi tan importante como la que ocurrió tras la Segunda Guerra, en palabras de Angela Merkel, cierta solidaridad si bien endeble venció en las negociaciones.

Aunque el futuro sea mucho más oscuro que el de aquel continente, en nuestras tierras de constante saqueo bien vale la pena escuchar con nostalgia La Marcha Radetzky asomados a las ventanas de un narrador genial como lo hicieran las generaciones de una familia Trotta que transcurre desde la Gran Guerra en su novela de 1932, hasta la ascensión del nazismo en otra novela invaluable, La cripta de los capuchinos, publicada en 1939, un año antes de esa otra maravilla narrativa, La leyenda del santo bebedor, y de su suicidio en 1939.

Y no estamos tan lejanos de aquel imperio austrohúngaro antes que nada porque Maximiliano, hermano del emperador, tuvo el sueño de opio de ampliar el imperio en América, primero en el México donde reinó y luego en Brasil, con su hermano Luis (delirio que me sugiriera una especie de esperpento, La tarantela), y sobre todo porque las guerras europeas del Siglo XX, todas, fueron mundiales en sus resultados y en sus convulsiones sucesivas.

Francisco José, a quien un joven Trotta, campesino convertido en soldado, salva la vida exponiendo la suya para volverse “el héroe de Solferino”, estuvo siempre decidido a hundirse con su imperio, porque nunca pudo imaginar siquiera otra forma de resolver los conflictos. En paralelo, Joseph Roth, judío en un imperio antisemita, tampoco pudo imaginar otra manera de sobrevivir al emperador que no fuera morir ante sus restos en La cripta de los capuchinos, donde yace Francisco José.

Dado mi natural desorden incluso en mis lecturas, me acerqué a Roth y lo volví mi héroe justamente en el orden inverso. Lo primero que leí fue La leyenda del santo bebedor. Entre mis contradicciones y crudas juveniles, elegí al “héroe de los puentes del Sena” sobre “el héroe de Solferino”. 

El nieto del de Solferino, tras conocer los delirios del alcohol como el del Sena, murió heroicamente al principio de la Gran Guerra. Yo, al parecer, he sobrevivido a la explosión de mi mundo, aunque no estoy tan seguro. Quizás sigo durmiendo, acurrucado bajo algún puente o en alguna cripta rodeado de esqueletos.

[email protected]

Edición: Ana Ordaz