Opinión
La Jornada
26/09/2025 | Ciudad de México
Al participar en el debate de la 80 Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), el canciller
Juan Ramón de la Fuente delineó tres premisas que, a juicio de México, pueden marcar un rumbo distinto para la comunidad internacional: la construcción de una economía moral del bienestar, que coloque el combate a la pobreza en el centro de la cooperación global; la necesidad de construir la paz “de abajo hacia arriba”, mediante políticas de inclusión y justicia social que enfrenten las raíces de la violencia, y la reivindicación del derecho internacional y de los derechos humanos como salvaguarda de la paz.
Destacó los avances sociales logrados en México y el reconocimiento sin precedente de que gozan hoy las mujeres y los pueblos indígenas en el país, y reivindicó los principios nodales de la política exterior mexicana, como el rechazo categórico al embargo económico impuesto a Cuba.
Por otra parte, en la reunión de ministros de Relaciones Exteriores del G-20, De la Fuente reiteró el respaldo de México a la ONU, sin dejar de lado la necesidad de una profunda reforma a la estructura, mandatos y funcionamiento del organismo internacional más importante del mundo. El canciller señaló como impostergable revitalizar la Asamblea General y el Consejo de Seguridad a fin de asegurar “estructuras de gobernanza global más inclusivas y efectivas para enfrentar retos comunes como la justicia social, el medio ambiente y la estabilidad regional”.
Estos posicionamientos contrastan con la insistencia estadunidense en dinamitar el multilateralismo y sustituirlo por un gobierno global imperial en el que ya ni siquiera se incluye, como antaño, a sus socios occidentales. El problema rebasa la frivolidad y la puerilidad del presidente Donald Trump, quien ocupó buena parte de su tiempo al frente a sus colegas para denunciar un sabotaje imaginario por problemas técnicos tan insignificantes como el apagón de una escalera eléctrica o el mal funcionamiento de un teleprompter (aparentemente ocasionados por su propio equipo), y para dar rienda suelta a sus delirios narcisistas con afirmaciones como la de que “todo mundo cree” que debería dársele un Premio Nobel de la Paz por cada una de las siete guerras que piensa haber detenido.
Los exabruptos del magnate quedarían en anécdotas que dan material a los comediantes si no fueran acompañadas de una agenda muy concreta de imposición del unilateralismo, que va desde los aranceles con que Trump ha puesto de cabeza el comercio global hasta la obsesión por borrar cualquier elemento progresista de las instituciones y los discursos, pasando por la continuidad del belicismo y el abuso sistemático de su poder de veto en el seno del Consejo de Seguridad para mantener la impunidad de Israel, mientras éste perpetra un genocidio contra el pueblo palestino.
En este aspecto, más que resolver guerras, Trump es el primer responsable de que un día sí y otro también Tel Aviv masacre a hombres, mujeres y niños cuya única culpa es interponerse en el plan sionista de hacerse con todo el territorio de la Palestina histórica.
Si la ONU es hoy por hoy el organismo ineficiente y decorativo que denuncia el mandatario estadunidense es, en buena parte, por los deliberados esfuerzos de Washington por reducirla a esa condición a fin de que no le estorbe en las actividades neocoloniales que lleva a cabo en buena parte del mundo. La solución, por supuesto, no es seguirla debilitando ni renunciar al multilateralismo, sino reformarla y fortalecerla para que cumpla con sus funciones de mantener la paz y la seguridad internacionales con equidad entre los estados, proteger los derechos humanos, distribuir ayuda humanitaria, apoyar el desarrollo sostenible y defender el derecho internacional.
Edición: Ana Ordaz