Opinión
José Díaz Cervera
01/10/2025 | Mérida, Yucatán
La industria del turismo está cruzada por los grandes intereses del capital transnacional, desde los cuales se especula con los recursos naturales, el patrimonio cultural y los recursos humanos de las regiones que se constituyen como atractivos para los viajeros de todo el mundo. Si bien a través del turismo hay una derrama económica que alivia en cierta forma la pobreza de los habitantes, a la larga esto es relativo en la medida en que esa población termina como extraña en su propia tierra, víctima del despojo, de la discriminación, la depredación, la corrupción y la violencia física y simbólica.
El caso de Machu Picchu es emblemático no solamente porque por sí mismo el lugar es un prodigio de la naturaleza, sino también porque es una maravilla de la inteligencia y el trabajo humano. Neruda supo traducirlo con palabras: Machu Picchu es “… la cuna del relámpago y el hombre (…) Madre de piedra, espuma de los cóndores. Alto arrecife de la aurora humana…”.
Entre el abuso, la corrupción y el esquilmo de la naturaleza y de los recursos comunitarios, Machu Picchu ha colapsado, entrampado en sus propias circunstancias geográficas, económicas, políticas, ecológicas y culturales.
Y es que ir a ese enclave prodigioso es toda una aventura para la que se necesita una buena cantidad de dinero. Llegar allá es bastante oneroso, pues hay que trasladarse de Lima a Cusco en avión, pagando una tarifa de coste medio que tiene muchos candados y trampas para que el viajero termine pagando más; Cusco es una ciudad maravillosa localizada a más de tres mil metros sobre el nivel medio del mar y situada a poco más de hora y media de una población hermosísima llamada Ollantaytambo, desde donde salen los trenes turísticos hacia Aguas Calientes (también llamado Machu Picchu Pueblo), base de traslado hacia la zona arqueológica que dista poco más de media hora y a la que se llega mediante unos minibuses cuyos boletos deben comprarse haciendo filas larguísimas.
A todas luces, la geografía del lugar y la precaria infraestructura para llegar a esa maravilla constituyen una suerte de trampa imperceptible pues no hay otra alternativa que entrar o salir en tren y el aislamiento convierte al visitante en objeto del esquilmo, tanto del lugareño que termina corrompido por las circunstancias, como de las compañías amafiadas y los consorcios turísticos internacionales.
Hace cinco años tuve oportunidad de visitar Perú y viajé a Machu Picchu. Compré mis boletos de avión de Lima a Cuzco, donde pasé dos noches y viajé una tarde hacia Ollantaytambo para ir al día siguiente a Aguas Calientes, un sitio verdaderamente espectacular por su entorno geográfico. Visitamos la zona arqueológica con una enorme emoción y regresamos con tiempo suficiente para comer y abordar el tren de regreso, algo que hicimos con cuatro horas de retraso, mientras la gente de la localidad se aglomeraba para tomar los trenes exclusivos para personas de nacionalidad peruana. En medio del caos logramos subir al oneroso tren turístico, pero el regreso fue tortuoso porque el convoy se detenía constantemente a esperar el paso del tren circulando en contrasentido. Ya eran casi las once de la noche cuando arribamos a Ollantaytambo, donde doña Mila, nuestra anfitriona, nos esperaba con una cena caliente y su calidez personal.
Investigando un poco, averigüé que el sistema ferroviario que ofrece el servicio a Machu Picchu está controlado por tres compañías: una que tiene la concesión de las vías férreas y otras dos (Perú Rail e Inca Rail) que son dueñas de los vagones. Durante décadas, estas empresas transnacionales han usufructuado el negocio del transporte hacia Aguas Calientes y seguramente ellas han obstaculizado la construcción de una carretera que conecte a Cusco con Machu Picchu. Como quiera, parte de la crisis se explica porque faltan pocos años para que expire la concesión del uso de las vías.
La sobredemanda para visitar el lugar y una extraña serie de obstáculos que parecen propositivamente dispuestos para complicar el asunto, encarecen la visita sin que esa derrama parezca repartirse entre la población autóctona.
Así, entre los intereses de las compañías transnacionales, la corrupción de las autoridades, la ausencia de inversión en infraestructura, los problemas ecológicos (un hotel de capital europeo capta toda el agua pluvial de la zona), la pobreza de la población local, la caducidad de las concesiones de transporte terrestre desde Aguas Calientes a la zona arqueológica, el encarecimiento de los productos de demanda cotidiana y el propio deterioro de la zona arqueológica, Machu Picchu está en una crisis que debería ponernos a reflexionar sobre nuestra propia circunstancia, independientemente de las abismales diferencias que hay entre Perú y México.
Algunos ejemplos de nuestra propia historia turística nos permiten atisbar las dimensiones de esta crisis: el caso de Acapulco (destino de gran demanda en los años sesenta y que vio un pronto decaimiento a finales de los setenta como resultado del esquilmo, el abuso y los pésimos servicios), el caso de Cancún y de toda la Riviera Maya, donde prácticamente no tiene cabida el turista local y los precios son exorbitantes, o el caso de la ruta de los cenotes de Homún y Cuzamá, en Yucatán (donde todo colapsó de manera expedita por la corrupción de algunos ejidatarios), nos permiten ver que la industria turística es una especie de fuego fatuo y que detrás de ella hay una gran inmoralidad económica y ecológica que tarde o temprano deviene en criminalidad galopante, algo que —tristemente— también empieza a aparecer en Machu Picchu.
Con menos recursos en comparación con nuestro país, con grandes dificultades geográficas, con una precaria infraestructura y con la enorme corrupción de sus actuales gobernantes, los peruanos no la tienen fácil en materia turística. Más allá de eso, tal vez nosotros deberíamos poner nuestras barbas a remojar para que el colapso que vendrá necesariamente no nos sea tan severo.
Edición: Ana Ordaz