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Foto: Afp

La victoria del senador derechista Rodrigo Paz Pereira en la segunda vuelta de los comicios presidenciales celebrados el domingo en Bolivia sella de manera definitiva el final de las dos décadas de dominio político del Movimiento al Socialismo (MAS), iniciadas con el triunfo de Evo Morales Ayma en 2005 y sólo interrumpidas por el gobierno de facto de Jeanine Áñez entre 2019 y 2020. Las causas de la derrota del masismo son la grave crisis económica en que se encuentra sumido el país, así como la incapacidad de los sectores encabezados por Morales y el mandatario saliente, Luis Arce, para gestionar sus diferencias internas. El choque entre estos políticos y sus respectivos bandos destruyó hasta tal punto al que fuera el instrumento político del pueblo boliviano que el partido pasó de recibir casi dos terceras partes de los sufragios en 2009, a quedarse con un testimonial 1.45 por ciento en la primera vuelta del pasado 17 de agosto.

El regreso de la derecha boliviana no puede analizarse como una simple alternancia a semejanza de las que tienen lugar en las democracias liberales, pues el país andino nunca fue tal, sino una oligarquía racista en la que los pueblos indígenas representaban la mayoría de la población, pero estaban casi por completo excluidos de los espacios de poder y de los beneficios de los recursos naturales que crearon fortunas para saqueadores locales y foráneos. Denominar “oligarquía” a la clase política que gobernó Bolivia como una finca privada hasta la irrupción del MAS no es una figura retórica, sino una descripción precisa. Para ilustrarlo, basta señalar que el presidente electo es sobrino nieto del cuatro veces presidente Víctor Paz Estenssoro (1952-1956, 1960-1964, agosto a noviembre de 1964 y 1985-1989) e hijo del ex mandatario Jaime Paz Zamora (1989-1993), mientras el candidato derrotado, además de haber sido colaborador del ex dictador Hugo Banzer y titular del Ejecutivo tras el retiro por enfermedad del tirano, ocupó el Ministerio de Finanzas bajo las órdenes de Paz Zamora en 1990: el poder como una historia de familia.

En medio de este panorama desolador, puede encontrarse un motivo de alivio en el hecho de que el elegido sea un político ilustrado, moderado y quien, al menos de palabra, se propone llevar adelante un gobierno de reconciliación. La perspectiva de una nueva presidencia de Quiroga resultaba sombría en todos los ámbitos por su explícita intención de someter a La Paz a los designios del FMI, desmantelar el Estado plurinacional fundado por el MAS y volver al colonialismo externo, así como por su afección a los cuartelazos locales y el imperialismo estadunidense y su amistad con la derecha más rancia del mundo hispanohablante, desde Felipe Calderón y Luis Almagro, hasta José María Aznar.

Sin embargo, no hay razones para dudar que la inminente administración de Paz pondrá fin a la ardua lucha de Bolivia para ganar una independencia real y no sólo formal, como lo indica su anuncio de restablecer relaciones con Estados Unidos justo cuando la superpotencia impulsa un programa de sometimiento del hemisferio a los intereses de Washington y los caprichos de Donald Trump. También causa inquietud su propuesta de redistribución presupuestal a favor de las provincias: esta medida, que en otras latitudes sería una muestra de sano federalismo, en Bolivia se traduce automáticamente en el fortalecimiento de élites locales extremadamente violentas e históricamente proclives al separatismo, lo cual supone el riesgo de captura del Estado nacional por cacicazgos nostálgicos del periodo colonial, e incluso de una eventual secesión.

No son buenos augurios la promesa electoral de limitar los impuestos a 10 por ciento, pues existe una correlación casi universal entre los impuestos bajos y la pobreza, mientras las naciones más ricas son también las que más y mejor recaudan; ni la de abrir sectores estratégicos de la economía a asociaciones público-privadas: en este aspecto, Paz hará bien en considerar que la caída de la centenaria clase gobernante a la que pertenece fue precipitada, en gran parte, por el intento de privatizar el gas y el agua.

Cabe desear, finalmente, que el presidente electo sea prudente y busque con sinceridad la unidad y el consenso; que actúe con realismo ante un movimiento indígena que, pese a la derrota de su expresión electoral, permanece bien organizado y presto a resistir los embates antipopulares, y que posea la sensatez necesaria para avanzar en su proyecto sin sumir al país en confrontaciones fratricidas.


Edición: Estefanía Cardeña


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