Quizá en otros lares de México no entiendan nuestro particular modismo peninsular: estar de temporada. Esto quiere decir, estar por mientras, generalmente en la playa, con las cosas básicas, disfrutando un tiempo de relax, familia y oportunidad de hacer infinidad de cosas que las prisas y la falta de tiempo nos niega.
Claro que hay de temporadas a temporadas y hoy les quiero platicar lo que solían ser. En esos tiempos, tener casa o no, no era lo más importante. Siempre había amigos que recibían borbotones de visitantes, sin una mala cara o un “cuando te vas”. Mis hermanitos y yo, fuimos asiduos invitados a casa de unos primos con una madre muy generosa donde los 12 hijos recibían a sus amigos y las hamacas se multiplicaban por pisos y la cocinera recibía triple salario para alimentar regimientos.
No había tecnología y la gente iba a la temporada a disfrutar el mar y a los vecinos de verano. Los niños eran de todos y estos se perdían durante el día y comían donde les agarraba el hambre y regresaban a sus casas a la hora del baño y la merienda.
Antes de la comida pasaban vendiendo kibis para la botana o merengues y dulces de pepita para el postre. Después de ésta, a la hora de la siesta de los papás, se jugaba lotería y el que ganaba invitaba a las barquillas que milagrosamente aparecían después de la lluvia en la que avizorábamos delfines saltar por el mar hecho un plato.
Al bajar el sol, había caminatas a la orilla del mar, por el gusto de corretear a las olas que se iban con la misma prisa con la que llegaron, mientras el cielo se iba pintando de rosas y naranjas.
Había su día donde todos sacábamos los papagayos, que en otros rumbos se llaman papalotes, hechos con papel de china de colores, engrudo de harina y cola de retazos de telas de la ropa que se solía arreglar para heredar al siguiente hermano.
Por la noche surgía como por magia una guitarra, por lo que todas las generaciones solíamos cantar las canciones yucatecas y las baladas de moda. Muchas veces se encendía una hoguera y se asaban salchichas y sunchos. Éramos una familia de temporada, en la que terminábamos de “gastar” nuestra ropa antes de cambiarla, usábamos los restos de varias vajillas, la herencia de muebles y las ganas de pasarla bien.
No sé en qué momento surgieron las mansiones, llego la competencia y la presunción y se hicieron más selectivos a la hora de invitar. Comprendo que era un trabajo enorme atender a tantos, pero nadie exigía ni pedía más. Todo era más sencillo. Estábamos de temporada y eso incluía disfrutar lo que había; compartir.
En este 2020, el bicho nos ha tenido de temporada desde hace más de cinco meses. Los que estamos recluidos hemos optado por la comodidad. Nadie se fija en los detalles a sabiendas de que esto pasará y que, algún día, se impermeabilizará, iremos al salón de belleza a unificar nuestra cabellera bicolor, al dentista a resanar la muela, a reparar esto o aquello.
Ahora mi única preocupación es decidir si dejo mi deliciosa temporada tan llena de frutos de la creatividad y disfrute o regreso a la realidad, real, la de las prisas, el estrés y la competencia para llegar a ser, la numero uno... ¡en lo que sea!
Edición: Emilio Gómez
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