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Las tazas de pirata que tenía mi abuelo

Las charlas con él eran de las cosas más cotidianas
Foto: Elena Gottdiener

Una tarde de 1964, al regresar de la Escuela Modelo, cruce, como todos los días, al mágico taller de la calle 60, el del Abuelo Gottdiener. Como lo hacía siempre en sus jornadas de labor, el Abuelo trabajaba en calzoncillos y con los pies cubiertos por unas gruesas calcetas de estambre, producto de la amorosa labor de Doña Alina Estrada que, par de agujas al ristre, las había confeccionado para dar confort a los delicados pies del artista. Cómo cosa muy rara, nadie más llegó aquella tarde, así que, el Abuelo y yo nos enfrascamos en un amena charla, mientras las astillas de caoba saltaban de la figura de la mujer maya protagonista de Hetz Mek, obra a la cual estaba dedicando sus esfuerzos el escultor.

Cómo otras veces lo había hecho, el Abuelo me dijo: “Toma la lata de maíz quebrado, de la alacena que ya sabes, y échales grano a las palomas”. Salí al patio trasero, amplio y profundo, donde, al fondo, en una especie de escalera hecha de palos amarrados, se posaban las palomas colipavas que el Abuelo criaba amorosamente, y que Alí, un fiel perro pointer, cuidaba con esmero. Procedí a arrojar puñados del grano, y las vistosas aves se lanzaron al vuelo y fueron cayendo como blancas y repolladas flores de magnolia, para tragar glotonamente el maíz quebrado. Las palomas colipavas son, para mí, la más hermosas variedad de estas aves. Con un pecho prominente que llevan siempre en alto y la amplia cola abierta en albo abanico, eran la viva imagen del orgullo y la presunción. Las golosas aves llenaban los buches, mientras Alí ladraba de gusto y con entusiasmo. Después de tan grata encomienda, retorné a mi butaque a paladear el café y gozar de los pistaches.

La plática con el Abuelo era de cosas cotidianas, de cómo me había ido en la escuela, y de a qué hora llegaba mi papá para que se uniera a nosotros. Las astillas seguían saltando desde Hetz Mek, y la taza hubo de ser rellenada de humeante café. El delicado trabajo del Abuelo avanzaba con lentitud, la necesaria para ir arrancando rasgos de vida a la dura madera de roja caoba, para ir poniendo emoción en los rostros de la madre y el niño que llevaba montado en su cadera. Quién me diría que esta escultura sería replicada muchas veces, en material pétreo, para ser ubicada en muchos parques de incontables municipios de Yucatán, como un homenaje a la madre maya, a la mujer yucateca, en un momento retratado por el Abuelo, en su labor en las Jornadas Cardenistas de Alfabetización, que le permitieron tomar en vivo, mil y un apuntes de la vida cotidiana de los pueblos de Yucatán. El Hetz Mek es un momento crucial en la vida de los mayas, y su imagen representa de la maternidad en Yucatán.

El viejo arcón

El trabajo del Abuelo, de pronto, se vio interrumpido por fuertes golpes en la puerta exterior. El Abuelo asentó sobre su banco el pequeño marro y el buril, y se dirigió a abrir la puerta. Quien daba esos fuertes golpes era Simón Charat, un sirio-libanés de Chiapas, que le surtía madera al Abuelo. Charat estaba llegando por carretera, en un gran camión cargado de enormes trozas de caoba que traía desde las selvas de Chiapas, para ser convertidas en seres llenos de vida que salían de los buriles y gubias del Abuelo. Los asistentes de Charat comenzaron a descargar la madera, que era depositada en un tinglado de tejas, en la parte trasera del taller, donde permanecía secándose mucho tiempo antes de tomar nueva vida en manos del Abuelo. La descarga fue rápida y el Abuelo se dispuso a pagar. Ya para retirarse, Charat le dijo al Abuelo: “Enrique, me regalaron algo que fue rescatado de un naufragio en las costas de Chiapas, y como eres anticuario, decidí traértelo como regalo”. Acto seguido, los asistentes de Charat bajaron un viejo arcón y lo asentaron en el taller.

Cuando los chiapanecos habían partido, el Abuelo me dijo: “Ayúdame con el arcón”, y con gran esfuerzo lo pusimos sobre la mesa. El viejo cofre de madera, mostraba en sus tablas los efectos de una muy larga permanencia bajo las aguas marinas. Adheridos a sus costados se veían restos de algas, fragmentos de conchas y caracoles, y una lama húmeda y pegajosa, que daban noticia de qué tan antigua había sido su permanencia en las aguas del Pacífico. “Vamos a ver qué hay dentro, quién quita que haya un tesoro de piratas”, me dijo sonriendo el Abuelo, y fue en busca de un mazo y un cincel. No poco trabajo le costó al romper el candado y la argolla, pero al fin cedieron. Con gran esfuerzo levantamos la tapa. Para nuestra sorpresa, el centenario arcón estaba lleno de unas blancas tazas pequeñas de porcelana de la llamada de pasta blanda, como las que usamos para caldo, pero un poco más pequeñas. “Estas tazas sirvieron para darle sus raciones a los piratas”, me dijo.

Desde aquella tarde nació una tradición que llegó a ser entrañable en el mágico taller de la calle 60, el taller del Abuelo Gottdiener, el escultor del pueblo maya. No hubo personaje de la cultura yucateca que no hubiera vivido la delicadeza de tomar café en tazas de pirata en ese taller. ¡Ricos y delicados recuerdos que me tocó vivir, y que guardo en el alma como preciados tesoros invaluables!

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Edición: Emilio Gómez


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