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Foto: Foto Twitter @tvunam

Al cumplir sus 75 años, el maestro José Luis Ibáñez compartió sus recuerdos de vida en generosas conversaciones con Antonio Crestani, su discípulo, actor, productor y entrañable amigo. Con el material resultante se publicó un libro: José Luis Ibáñez, Memorias, Conversaciones con Antonio Crestani (Ediciones El Milagro, 2008) que hoy, con la muerte del maestro, se vuelve invaluable.

Quiso el maestro que su prólogo al libro llevara como título unas palabras del soneto “A un poeta del siglo XIII” de Jorge Luis Borges que, ahí confiesa, lo ha acompañado durante décadas. Las palabras son “arduos borradores” que forman parte del endecasílabo “Vuelve a mirar los arduos borradores”, con el que empieza el soneto borgiano. 

Me voy a permitir citar otras líneas de ese mismo soneto, del cual el maestro Ibáñez sólo tomó dos palabras para su texto porque me parece que en ese prólogo se encuentra, en primer lugar, toda una lección magistral de cómo leer poesía (volver y volver a la palabra, a la imagen, a su puro sonido, a los múltiples sentidos que se abren una vez y otra vez, según se vuelve) y, en segundo lugar, de cómo el artista (así como el sabio, tal como Borges, tal como el propio Ibáñez) tiene que aceptarse siempre a la espera, como un humilde orfebre que nada sabe, que solamente “lima con lenta pluma sus rigores / y se detiene...”, se detiene en su constante pulir “los arduos borradores” porque “... ¿Habrá sentido que no estaba solo / y que el arcano, el increíble Apolo...” es quien llega para culminar esa revelación que, precisamente, ha de ser la obra de arte.

Ése es el secreto del acto creador y de la enorme sabiduría heredados a nosotros por José Luis Ibáñez y, a él, por Borges y, a Borges, por ese poeta que él inventó en el siglo XIII y, así, hasta llegar al “increíble Apolo” que viene a revelar “cuanto la noche cierra o abre el día”. Es la mecánica y el secreto, la técnica y la epifanía, ese saber que nada se sabe, como pidiera Sócrates. Porque la obra de arte llega desde fuera hasta el orfebre, como viene el día, como se “abre el día” en palabras de Borges.

Magisterio que rompe fronteras

La muerte de José Luis Ibáñez ha sido profundamente sentida en el mundo universitario porque en la UNAM desarrolló una parte fundamental de su carrera hasta el fin de sus días, pero también su muerte ha cimbrado a todo el teatro mexicano porque su magisterio supo romper fronteras para dejar su eco en todos los escenarios.

Su muerte ha entristecido aún más estos días tristes. Se han sucedido comentarios y textos enterados que enmarcan el doloroso suceso y esta columna, con sus 3 mil 600 caracteres, no podría competir con todos ellos. Desgraciadamente muchos creadores que se han ido no han recibido los homenajes presenciales que se merecen, pero en el caso de José Luis Ibáñez, nos queda su presencia en esas conversaciones que sostuvo con Antonio Crestani, su más atento, puntual y entrañable alumno de los últimos años quien se convirtió en custodio de sus memorias al editarlas con El Milagro, una empresa que, como su nombre indica, navega contra muchas corrientes. Con las Conversaciones se hace presente. Son su testamento. 

Vuelvo al prólogo porque guarda su primera y tal vez más profunda lección, la humildad necesaria para enfrentar el misterio: “Creo que mi vida siempre ha sido tenaz, sí, pero que todo lo que he hecho y lo que sigo haciendo son borradores de cosas que nunca he sabido hacer”. 

En su volver una y otra vez al borrador, sin “saber hacer”, se coloca en la estela intuicionista de Henri Bergson: “los más grandes éxitos han sido para aquellos que han aceptado los riesgos más fuertes”.

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Edición: Ana Ordaz


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