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del

Ahora la muerte

Suicidio, flagelo social
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Cristóbal León Campos

 

Ahora que las horas se confunden con los días y los meses, mientras buscamos en las calles la mirada cómplice que nos haga sentir un poco menos culpable por no habernos ido con quienes se marcharon ya, en este tiempo tan complejo y por instantes confuso, en el que la vida se muestra desnuda y falta de halagos, frágil e insustancial frente a la tragedia que nos aqueja como especie y sociedad, los recuerdos se agolpan advirtiendo la llegada de la tristeza pre otoñal que ha marcado la última década de mi vida. 

Camino entre fantasmas y nostalgias, acariciando la ausencia compartida en el silencio con tantos otros que buscan una explicación para lo que bien sabemos su razón, en un tipo de agonía aceptada como parte de esas formas del buen comportamiento social que nos impide hablar de los dolores resguardados en lo profundo por el hecho supuesto de que nos es correcto o no se debe para no manchar la memoria del ser añorado, una más de esas hipócritas normas que únicamente sirven para acrecentar los padecimientos sociales y psicológicos.

Nos enseñaron a callar tantas cosas, como la violencia patriarcal o las heridas en el alma que arrástranos cual cadena por los bordes del río antes de por fin dejarnos caer, y es que el suicidio nos marca a todos quienes formamos parte de esa circunstancia en torno a la persona fragmentada, más aún cuando se ha repetido en diferentes cuerpos, marcados por aquello que no supimos reconocer en el silencio, los gestos o los gritos que de una u otra forma nos pedían ayuda. 

Quisiera como tantas otras veces poder viajar al pasado y curar ese dolor acallado arrastrado por años, mirarlo como miro ahora en los caminos rostros humanos buscando consuelo y encontrar esa fórmula perdida para evitar la desventura admitida que conduce al abismo, ¿cómo se cura el dolor de una ausencia tan presente?, si ni el viento a podido llevarse la memoria como acarrea las hojas caídas de los árboles en los atardeceres de la vida, ¿cómo devolverle a la noche el insomnio alentado por tantas voces que retornan al amanecer?, pareciera que la rueda de la vida dejó de girar para detenerse justo ahí donde se anida la pesadumbre de los días convertidos en años. 

Flagelo social 

El suicidio es un flagelo social, cual fantasma recorre los rincones humanos buscando a quien por una u otra razón acepte su invitación a la danza de la despedida, su incremento en sustancial en nuestra entidad, más ahora que los padecimientos sociales se revelan a detalle en medio de la pandemia que sigue amenazando con llevarse los girones de humanidad que aun conservamos en el tejido comunal. 

Seguir callando sobre el tema es un error imperdonable, porque sin importar el dolor que nos produce a quienes hemos visto marcharse a un ser querido de esa forma, no hay justificante para continuar evadiendo la responsabilidad que como sociedad tenemos ante un hecho que se ha procurado tildar de individual, aunque en realidad nos compete a cada uno de nosotros como un todo social. Las cifras son alarmantes, siempre lo han sido, tan sólo en estos días aciagos del COVID-19 se habla de decenas de seres humanos, niños y adultos, que se suicidaron por el peso del sufrimiento que cargaban: ansiedad, depresión, pobreza y desempleo entre otros. 

Ahora que la muerte es tan recurrente en lo cotidiano, tan súbita y dolorosa, y antes de que terminemos de normalizarla, es tiempo de hablar de ella como un hecho humano, aceptándola y afrontándola para el bien de nuestras vidas futuras. 

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Edición: Enrique Álvarez


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