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Un jaguar resucitado

La sonrisa del Jaguar
Foto: INAH

Una pirámide dentro de la pirámide

Desde 1935, las investigaciones de los arqueólogos mexicanos nos han permitido saber que la pirámide de El Castillo en Chichén Itzá es, entre otras muchas cosas, una imponente bóveda que resguarda uno de los tesoros arqueológicos más importantes del país: un Jaguar Rojo que alguna vez fue el trono de un gobernante.

Por décadas, ese Jaguar Rojo fue admirado por miles que tuvieron la oportunidad de ascender por un estrecho túnel de 64 escalones que conduce al templo principal de una antigua pirámide que está, literalmente, dentro de la pirámide que todos conocemos. 

“Una pirámide dentro de la pirámide” como resultado de las etapas constructivas de El Castillo identificadas en las exploraciones de 1931 a 1935. Foto: Omar Cabrera Acero/ Inah

 

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Un estrecho e inclinado túnel conduce al templo de una pirámide más antigua, construida hacia el año 700 de nuestra era. Foto: Octavio Juárez / Inah

 

La visita a ese felino escarlata ha estado restringida desde 2006. Las razones son obvias: grafiti en las paredes sin ningún respeto por el frágil estuco maya, paredes del templo verdosas y enmohecidas por las bacterias de las manos, sudor y aliento de los turistas, además de un riesgo inminente de accidentes ante un número masivo de visitantes. 

 

Grafiti de turistas sin respeto por el patrimonio cultural. Foto: Inah

 

 

un Jaguar Rojo y Chac Mool atrapados entre paredes cubiertas por hongos y bacterias transportadas por el turismo. Foto: Inah

 

El Jaguar Rojo y su compañero -un espectacular Chac Mool con ojos de obsidiana- merecían ser protegidos y estudiados a mayor detalle. Esa labor ha sido una prioridad en el trabajo del Inah y sus especialistas en los últimos años.

 

La muerte del jaguar

Hace mil 300 años, el entonces gobernante de Chichén Itzá ascendió por la escalinata de la antigua pirámide, entró en el templo central y ahí, con enorme respeto y algo de tristeza, procedió a dar muerte ritual al Jaguar Rojo que le había servido como trono. 

No era un tema menor. Ese trono le permitía al Halach Uinik convertirse espiritualmente en un jaguar protector de la ciudad y su gente, pues existe la hipótesis de que Chichén Itzá tenía un felino guardián en cada punto cardinal, mismos que coincidían con la alineación de cuatro cenotes en la urbe maya. 

El gobernante, al sentarse en ese trono de propiedades mágicas en la pirámide principal, se transformaba -en un acto de nahualismo- en el quinto y más importante de los jaguares: el que estaba al centro de todos. 

Alineación de los cenotes en Chichén Itzá y probable alineación de los jaguares guardianes. Foto: Octavio Juárez / Inah

 

 

El trono era, por tanto, una pieza que reflejaba algo de la individualidad de quien se sentaba ahí. Por esa razón, vale la pena hacer notar que el Jaguar Rojo no tiene una actitud feroz. Claro que era un jaguar fuerte, con grandes garras y colmillos, por si hacían falta; sin embargo, el felino tiene una expresión innegablemente sonriente. La sonrisa de una civilización y una dinastía que -en ese momento histórico- confiaba en sí misma y estaba en plena expansión. 

 

Nadie puede negar la expresión feliz antes que feroz del Jaguar Rojo, en una era cuando la ciudad se preparaba para alcanzar su esplendor.  Foto: Octavio Juárez / Inah

 

Adicionalmente, el templo o salón del trono se encontraba rodeado por paredes donde estaban incrustados los restos óseos, probablemente, de gobernantes previos. Uno puede arriesgarse a proponer que en esos muros están los húmeros y fémures del linaje de toda la dinastía, prestando su protección y legitimidad al Halach Uinik en turno. 

En ese contexto cargado de reliquias, dar muerte ritual al Jaguar Rojo era, sin duda, dar muerte simbólica a un pedazo espiritual del propio gobernante, una tarea delicada y llena de significados. 

Para concluir con la vida mágica del jaguar convertido en trono, se colocó sobre éste un disco dorsal, emblema de alto rango, probablemente del propio Halach Uinik. El disco dorsal sería de madera, con incrustaciones de concha, pirita y turquesa formando un delicado mosaico. 

Podemos imaginar la escena de un incensario colocado sobre el disco dorsal para que un fuego lento consumiera resinas y adornos. Las huellas de ese sacrificio en humo y símbolos todavía se ven en marcas que quedaron grabadas en el trono, como si hubiera ocurrido ayer. 

Los huesos incrustados en las paredes del templo creaban un muro de linaje que daba fuerza y legitimidad ritual al gobernante en turno. Foto: Octavio Juárez / Inah
El hermoso Jaguar Rojo con una clara cicatriz en su lomo por aquella quemadura ritual hace más de mil 300 años.  Foto: Ulises Carrillo / Inah

 

Concluido ese primer rito, es muy seguro que se procedió a envolver al jaguar en un petate, como se haría con un ser humano, algunas fibras descubiertas por los arqueólogos podrían sostener esa idea. 

Ya envuelto el jaguar en su petate mortuorio, en aquel lejano año 700 de nuestra era, se procedió a elaborar una caja de rocas alrededor del mismo, como si se tratara de un rudimentario sarcófago. Después, el templo entero fue tapiado para dar inicio a una nueva y más ambiciosa etapa constructiva de la pirámide, una que cubriría todos los vestigios de la anterior. 

Para los mayas de esa Chichén Itzá que empezaban la construcción del majestuoso Castillo que hoy conocemos, ahí terminaba la vida sagrada de aquel salón del trono y su jaguar. Nunca nadie más podría contemplarlos, quedaban integrados a la inmortalidad de la pirámide.

Jaguarólogos

Tras cuatro años de excavación, los arqueólogos del siglo XX llegaron al templo tapiado por los mayas y nuestro jaguar vio de nuevo la luz, no la del día, sino la de una lámpara eléctrica. De hecho, hasta esta fecha, ese Jaguar Rojo y el Chac Mool que lo acompaña, no han visto la luz del Sol, pues jamás han sido removidos del lugar donde fueron redescubiertos. 

En los últimos 14 años, esa verdadera joya arqueológica ha recuperado mucho de su gloria. Se retiraron rejas de hierro, se limpiaron paredes, se consolidaron estucos y el espacio luce de nuevo su aire majestuoso. El Inah ha dado nueva vida, como patrimonio cultural, a un jaguar que ya se jubiló de sus labores mágicas. 

Obvio, desde su descubrimiento, el jaguar ha sido una pieza de estudio y discusión permanente, pero hasta hace unos años había preguntas esenciales que no habían podido ser contestadas de forma definitiva. Ahí es donde modernos jaguarólogos -esos jóvenes arqueólogos que han hecho de estudiar ese felino de piedra una de sus prioridades profesionales- han jugado un rol esencial para definir científicamente el material con el que está elaborado el quinto y central jaguar de Chichén Itzá. 

Octavio Juárez Rodríguez y un grupo de jóvenes especialistas realizando investigaciones y mediciones científicas dentro de la pirámide.  Foto: Octavio Juárez / Inah

 

Octavio Juárez Rodríguez ha sido uno de esos jóvenes investigadores que han decidido abordar, con nuevas herramientas tecnológicas, preguntas esenciales sobre el Jaguar Rojo. Así, derivado de las investigaciones más recientes, hoy sabemos que el trono es una escultura de una sola pieza de piedra caliza. 

Al debate sobre si el color rojo de la piedra se debe a la aplicación de hematita (óxido de hierro) o bien el hermoso color tiene su origen en el cinabrio (mercurio quemado), gracias a la utilización de una pistola portátil de fluorescencia de Rayos X podemos responder que, de hecho, son las dos cosas, los dos pigmentos rojos están presentes. 

Probablemente el jaguar, cuando fue usado como trono debía su color a la hematita, como pigmento de vida y, cuando el jaguar enfrentó su sacrificio ritual, fue cubierto con el rojo de la muerte, el rojo del cinabrio que también envolvió a Pakal y a La Reina Roja. 

Esto habla de un Jaguar Rojo que estuvo vivo como guardián y, cuando llegó el momento, fue sepultado con todos los honores rituales de la realeza de la época, incluyendo el mercurio quemado traído probablemente de los yacimientos entre Honduras y Guatemala. 

 

El Jaguar Rojo luciendo su doble piel roja de hematita y cinabrio, símbolos de vida y muerte.  Foto: Octavio Juárez / Inah

 

Lo mismo ocurre con las motas verdes que completan la piel de este jaguar mágico. Los Rayos X indican que las incrustaciones de piedra verde son jadeítas en su totalidad, descartando hipótesis sobre la presencia de cuarzos, nefritas y calcitas muy similares. Hay que hacer notar, además, que existen elementos científicos para proponer que estas piedras, por su firma química singular, provienen de los yacimientos de la Falla de Motagua en el Petén guatemalteco. 

El verde de este jaguar es un verde de jadeítas que fueron traídas desde Guatemala a la metrópoli imperial que entonces era Chichén Itzá.  Foto: Octavio Juárez / Inah

 

Una de las preguntas más interesantes sobre el Jaguar Rojo, obvio, se concentra en sus dientes y colmillos. Distintos estudios señalaron que podrían estar  hechos de una piedra blanca cristalizada, otros formularon que eran huesos densos, probablemente fósiles, y unos más que existía la posibilidad que fueran piezas dentales de un jaguar verdadero finamente talladas. 

Las nuevas tecnologías nos permiten responder que los colmillos son una verdadera sorpresa, pues están tallados en concha de caracol marino, específicamente el strombus costatus que podemos encontrar en el Mar Caribe. 

 

Un jaguar rojo con sonrisa marina, de agua azul y cristalina del Mar Caribe, de concha del nácar de sus caracoles.  Foto: Octavio Juárez / Inah

 

Con todos estos elementos tenemos frente a nosotros un jaguar que si bien era de Chichén Itzá, en realidad era un felino cosmopolita, trabajado con piedra de Yucatán, pero adornado con materiales traídos de los distintos rincones de las áreas bajo control o influencia de la gran ciudad. Un jaguar que habla de comercio, intercambio entre pueblos, minería y pesca. Un jaguar con elementos del mar, la tierra y el inframundo. Una pieza arqueológica que, en apenas 68 centímetros de alto, 81 de largo y 42 de ancho, resume un mundo entero, sus ritos, sus jerarquías y alcances geográficos.

Un último secreto nos revela el moderno estudio ergonómico del trono de Chichén Itzá: quien se sentaba ahí probablemente tenía una estatura cercana a los 1.70 metros, lo que se contrapone al estereotipo de tallas humanas pequeñas para la región peninsular y que habla de una dieta nutritiva, balanceada y diversa, por lo menos para la clase gobernante. 

Lo que probablemente nunca sabremos es el nombre del Jaguar Rojo y de quien lo usó como trono y máquina ritual de transfiguración animal. Sin embargo, no estaría mal que nuestro Jaguar Rojo se llamara Lázaro, pues después de 13 siglos de su muerte ritual, el Inah lo ha revivido y le ha garantizado una nueva vida como tesoro cultural para esta y muchas generaciones por venir. 

Agradecimientos

Agradecemos al arqueólogo Octavio Juárez Rodríguez su paciencia para explicarnos complejos conceptos para la elaboración de este trabajo periodístico y de difusión cultural. Todos los aciertos en la interpretación cultural e histórica del Jaguar Rojo son de él, los errores o imprecisiones son responsabilidad de esta casa editorial de amplia imaginación. Nuestro reconocimiento al arqueólogo Marco Antonio Santos Ramírez, director de la Zona Arqueológica de Chichén Itzá por todas las facilidades brindadas. Gracias al Centro Inah-Yucatán y su director, el Antropólogo Eduardo López Calzada, y en general a toda la institución encabezada por el Antropólogo Diego Prieto Hernández, una que resguarda incansablemente nuestro patrimonio cultural, símbolos nacionales y raíces de identidad. 

 El eterno compañero del Jaguar Rojo, con su fina piedra esculpida y ojos de concha y obsidiana. Foto: Ulises Carrillo / LJM

 

La bóveda piramidal que resguarda al Jaguar Rojo vigilada por el Templo de los Guerreros y sus Mil Columnas. Foto: Ulises Carrillo / LJM

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Edición: Elsa Torres


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