El vampiro de la Colonia Roma

Recuerdo a Osiris (Pérez Castañeda, me dicen que era su apellido). Recuerdo a Osiris metido con calzador en unos jeans blancos que le permitían destacar, hasta cortar el resuello, esos atributos delanteros y traseros que hicieron de él la definición misma del gran chichifo, al grado de que Luis Zapata lo tomara como modelo para El vampiro de la Colonia Roma (Grijalbo, 1979), una de las obras más importantes de la novela picaresca.

Lo recuerdo en la barra del Sanborns de Aguascalientes en la cual se detenía para ligar ahí mismo o para continuar su viaje por Insurgentes rumbo a la esquina mágica, donde la avenida más larga de México se encontraba con Baja California. Con Osiris recuerdo el México de los años sesenta que fue vivible hasta que tasajearon la ciudad con tremendos ejes viales. Ahora tiene, inclusive, la cicatriz en su rostro de un metrobús que inauguraron cuando yo no estaba ahí para llorar por mi ciudad difunta y por mis tiempos idos.

Así que todo es recuerdo y la belleza de Osiris también. Una belleza y un desparpajo que permitieron a la inteligencia, la sensibilidad y la maestría literaria de Luis Zapata tejer, en torno suyo, esa maravilla que es Las aventuras, desventuras y sueños de Adonis García, el vampiro de la Colonia Roma, novela picaresca por la cual obtuvo su autor el Premio Juan Grijalbo en 1978.

Todos esos recuerdos me han caído encima por la reciente muerte de Luis Zapata por cuestiones pulmonares, que ignoro si tuvieron que ver o no con este bicho criminal que es el coronavirus, pero sé de cierto que se lo llevaron antes de tiempo. Mucho tenía aún por escribir y por recordar.

Recuerdo a Osiris, mucho antes de ser transformado en Adonis García, y me recuerdo tímido incapaz de llegar más allá de un saludo cortés de los dos con la certeza por mi parte de que, al tomar con rumbo hacia la noche, hacia la esquina mágica o hacia el cine Gloria, le saldrían las alas para salir volando, como un ángel que era, e irse hacia el cielo de los pícaros, que es un cielo especial, nocturno, angelical, villaurrutiano. El cielo donde reposan todos esos pícaros que dieron a Luis Zapata epígrafes para los capítulos de su libro litúrgico que aún escandaliza.

Pero Luis arrancó su novela con un epígrafe especial, el de un epígono de Lázaro, el de Juan de Luna a su Segunda parte de Lazarillo de Tormes. En ese epígrafe está el tuétano mismo de Adonis y de Osiris, y de cuantos sigan sus pasos y vuelen hacia cielos nocturnos: “la vida flósofa y picaral es una misma; sólo se diferencian en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los pícaros, sin dejar nada, la encuentran”.

El vampiro de la colonia Roma es, desde luego, una novela gay porque su personaje es homosexual, pero es mucho más que eso. Es una novela “filósofa y picaral” que reconecta con el anónimo La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades o Rinconete y Cortadillo de Cervantes o La historia de la vida del Buscón llamado Don Pablos de Quevedo, y tantos otros pícaros como en el mundo han sido. Es también una novela barroca por derecho propio que llega a México con El Periquillo sarniento de José Joaquí Fernández de Lizardi y, aún, con La vida inútil de Pito Pérez de José Rubén Romero.

Con la muerte de Luis Zapata no sólo perdemos a un autor gay fundamental, sino a un novelista culto y experimental que supo defender la tipografía de su novela cuando los editores quisieron puntuarla y evitarse el trabajo de dar a cada espacio la longitud que el autor deseaba. Novela que fue prohibida en Sanborns, por todo cuanto ocurría en sus baños, y que seguirá haciendo las delicias de todo tipo de lectores durante mucho tiempo.  

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Edición: Ana Ordaz