Profra. Effy Luz Vázquez López*
Me encontraba hace años atrás en uno de esos almacenes de giros múltiples que existen en casi todas las plazas comerciales de nuestra ciudad y que son una maravilla de la mercadotecnia, pues presentan todo de manera tan atractiva que, no podemos evitar adquirir algo, lo que sea.
De pronto, por algún extraño designio, mis pasos se encaminaron hacia un anaquel que exhibía todo tipo de postales y tarjetas, de esas que algunas personas ingeniosas diseñan para expresar, con imágenes y textos, una gran variedad de sentimientos que la gente común queremos darle a saber a otras personas por algo ocurrido o por ocurrir en sus vidas o en las nuestras.
Pero en esta ocasión, mi atención se centró en un lote de retratos, en fondo sepia, que a modo de postales conmemorativas, representan escenas verídicas de la gesta revolucionaria de 1910. Impresas seguramente con aquellas viejas cámaras de entonces, o simplemente por aficionados a la fotografía, que no se imaginaron que con sus lentes estaban grabando la historia del México revolucionario.
Son increíbles esas imágenes. Elocuentes. Reproducen rostros de hombres, mujeres y niños de nuestro autentico pueblo. Campesinos desarraigados de sus sementeras, convertidos por propia voluntad en soldados combatientes, portando en sus recias manos de labriegos, rifles y pistolas en lugar de aperos.
Humildes mujeres, sencillas amas de casa en papel de soldaderas al lado de sus esposos, con el pecho cruzado por cananas, llevando en el rebozo a un niño pequeño, y en una mano, la carabina, y en la otra, a otro u otros de sus hijos.
No se percibe en ellas temor alguno a lo que pudiera ocurrir a la familia entera.
Peleaban por algo tan sagrado como la libertad; por un pedazo de tierra propia que sembrar, cuyos frutos cosechados fueran a parar a su mesa y no a la del amo.
Por el derecho de sus hijos a recibir instrucción escolar, y por ser ellos mismos considerados ciudadanos mexicanos con todas las prerrogativas que ello implica.
En una de aquellas postales, el gesto de orgullo y fortaleza, no exento de ternura, que se refleja en el rostro de una de esas mujeres con su hijito en el regazo, sentada al lado de “su Juan”, quien amorosamente la cobija con su abrazo, aunque teniendo entre ambos el fusil, símbolo de su lucha, es todo un poema de dignidad y entereza, de esperanza en el porvenir de su pueblo, de su nación.
El sonido de una melodía de moda en la sección de discos me hizo volver a la realidad y entonces lo que vi a mi alrededor me pareció tan vano, tan fuera de lugar…
¿Cuántos de los ahí presentes reflexionamos acerca de los acontecimientos que, a más de cien años de distancia, dieran lugar a que ahora gocemos de esta libertad que vivimos, de que disfrutemos igualmente de todos los derechos ciudadanos que la constitución señala para los mexicanos? Probablemente muy pocos, sin embargo, todo comenzó con estos curtidos compatriotas cuyos rostros impresos en una cartulina nos miran ahora y… ¿sonríen?
*Coordinadora de la Casa de la Historia de la Educación de Yucatán
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