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“El proceso natural de la existencia es pasar la primera mitad de ella esperando nuevos días y la segunda, recordando los que ya se fueron”.

Antología.

A finales del siglo XIX el agonizante colonialismo europeo se aferra a su tres ultimas posesiones: Filipinas, Puerto Rico y Cuba. En la “isla Juana” -como llamó Colón al territorio cubano- las ideas libertarias se fortalecen con el resurgimiento de lideres independentistas. La incertidumbre crece, la economía decae y, la emigración del pueblo cubano hacia otras tierras, comienza.

El 27 de junio de 1890, Don Fernando, y su hijo Eduardo, se despiden de la isla con tristeza al abordar el barco “Ciudad de Cadiz”; su destino, la península de Yucatán. Dos días después, la brisa del mar de Progreso les da la bienvenida. En la estación de San Ignacio padre e hijo suben al tren que los llevará a la ciudad de Mérida. Al llegar, tienen la sensación de estar de nuevo en la bella isla; la colonial arquitectura, los coches de calesa, su imponente catedral; todo es bello y les recuerda a su tierra, a diferencia de que aquí, se respira paz y tranquilidad, lo que augura un apacible futuro. Pero lo que realmente cautiva a padre e hijo, es la calidez de su gente,– ya sean mestizos, comerciantes o aristócratas- los yucatecos son gente encantadora.

Eduardo Urzaiz Rodríguez nació en Guanabacoa, ciudad de la Habana, el 24 de marzo de 1876.  Su padre, don Fernando Urzaiz Arritola, a quien José Martí llamó “el poeta humilde” era contador público, aficionado a los toros y a la poesía; su madre, doña Gertrudis Rodríguez, una mujer letrada y culta de origen andaluz, instruía a sus hijos en casa. Un día mientras doña Gertrudis enseñaba a leer a los mayores, fue sorprendida por el pequeño Eduardo al oírlo leer de corrido a la corta edad de 3 años, cuando durante las clases de sus hermanos se la pasaba muy contento pedaleando su triciclo, aparentemente, sin prestar atención.

Al llegar a Mérida, Eduardo ingresó al Instituto Literario. Al poco tiempo se estrenó como alumno del reconocido pintor yucateco, Juan Gamboa Guzmán, quien, radicado en la ciudad de México, pasaba algunos meses del año en su natal Yucatán. En poco tiempo haría gala de sus claras dotes de artista.

Al terminar la secundaria, Eduardo ingresó a la Escuela Normal de Profesores, a los 18 años comenzó su carrera magisterial dando clases en la Escuela Nocturna y ganando un sueldo de 30 pesos. Su grupo estaba conformado por “inquietos” alumnos de muy variadas edades, esto representaba un gran reto para el joven e incipiente maestro, admirador de Federico Froebel, quien no claudicó, por lo contrario, se convirtió en uno de los profesores más queridos y respetados en la institución. Eduardo estaba convencido, que una educación de calidad es la clave del éxito en una sociedad.

En 1896 sin abandonar el magisterio, deseoso de continuar su preparación y cumplir sus sueños, ingresó a la Facultad de Medicina y Cirugía del Estado. Cinco años después, se graduó como médico obstetra. Cuenta una anécdota que el día de su examen de grado fue evaluado por tres sinodales, uno de ellos -un hombre muy religioso que repudiaba su agnosticismo- lo reprobó con cero. Los otros dos sinodales, muy sorprendidos debido al excelente examen que Eduardo había hecho, tomaron la decisión de otorgarle un “150” para así nulificar la bajísima calificación del injusto sinodal, y promediando, obtuviera el merecido 100.

Su nieta, Josefina Villamil Urzaiz “Chipi”, me cuenta: Mi abuelo fue un socialista desde el punto de vista estricto, del socialismo vivido, nunca tuvo un peso, era un artista, filántropo, un hombre práctico. Cuando se recibió de médico se mudó a Izamal a hacer sus prácticas profesionales. A su regreso a Mérida compró una casa de paja en el sur, que era como si compraras hoy una casa en Pomuch, y decidió rentársela a un cochero (persona que maneja el coche calesa), al poco tiempo el cochero se enfermó. Mi abuelo lo visitaba, le llevaba las medicinas y, por supuesto, no le cobraba ¡nunca percibió un peso por la renta de la casa! Ese era mi abuelo, bonachón y desapegado; jamás tuvo automóvil, cuando terminaba su jornada en la universidad se iba caminando a la maternidad que estaba a tres cuadras y al terminar lo pasaba a buscar el “coche de alquiler” (taxi actual) o tomaba el camión sobre la calle 62. Era un personaje, siempre vestido con su traje de lino blanco. 

La casa de la familia Urzaiz Rodríguez, en la calle 63 por 65 del centro (donde hoy está la Casa de la Cultura), se encontraba justo frente a la de dos hermanas que atendían a tres sacerdotes. Uno de ellos era pariente de ambas y tío de la joven Rosa -hija de José Guadalupe Jiménez y María Luisa Barceló Hercila-, quien al morir su madre había quedado al cuidado de estas dos nobles mujeres desde pequeña. En aquella época las personas que tenían aljibe (depósito en el que se contiene el agua de lluvia) en sus casas, generalmente vendían el agua, que al hervirse tenía, entre otros usos, el de ser bebida.  Rosa era la encargada de entregar el agua a los clientes, entre los que se encontraba el joven Eduardo, el más asiduo de todos. 

El 22 de junio de 1903, Rosa y “el judío” -como le apodaban los tres sacerdotes a Eduardo por su consabido agnosticismo- contrajeron matrimonio. Tuvieron 14 hijos: María, Fernando, Eduardo, Luis, José, Gertrudis, María de las Mercedes, Franco, Rosa María, Matías, Carlos, Margarita, Josefina y Nicolás.  

Poco tiempo después Eduardo recibió la propuesta de Augusto Molina, director de la escuela de Medicina, para viajar al extranjero a realizar una especialización en psiquiatría. Su tesis titulada El desequilibrio mental, había llamado la atención del gobernador Olegario Molina Solís. 

En 1906 Eduardo y Rosa, embarazada, partieron hacia Nueva York junto con sus hijos María, Fernando y la tía “Pudén”, ahí nacería Eduardo. Afortunadamente, a unas cuadras de la escuela de psiquiatría -iniciaba la época del psicoanálisis de Freud- se encontraba una clínica de maternidad, lo que permitió al joven obstetra continuar su práctica por las tardes. En 1907, la familia Urzaiz Jiménez retornó a Mérida. Eduardo, freudiano ortodoxo y primer psiquiatra en el estado, fue nombrado director del “Hospital Ayala”, primer hospital psiquiátrico en Yucatán, que fue inaugurado ese mismo año por el presidente Porfirio Díaz.

Eduardo trataba a los enfermos con enorme cariño, siempre jugaba y reía con ellos. 

Cuenta la anécdota que un día uno de los enfermos del hospital subió a un techo del edificio y amenazaba con tirarse, nadie lograba hacerlo bajar, pero al llegar Eduardo le dijo: que chistoso ¿verdad?, tirarse de ahí es muy fácil, pero ¿a que no te vuelves a bajar por la escalera como te subiste? Finalmente logró que el enfermo bajara sin hacerse daño.

Su nieta Beatriz Villamil Urzaiz, “Guegué”, me platica: Mi abuelo fue un maestro que nunca pasó lista a sus alumnos, era el único que no lo hacía pues pensaba que, si el maestro era bueno, no había que obligar ni coaccionar a nadie para asistir a la escuela.  Sus clases eran siempre las más concurridas, era un hombre que ayudaba a sus alumnos, apoyaba económicamente a los que no tenían dinero para comprar sus libros. Nunca le importó el dinero, teniendo 14 hijos llevó a vivir a su casa a tres sobrinos, a dos primos de su esposa y “adoptó” a una sobrina. Aproximadamente 22 personas almorzaban en su casa a diario. Tuvo los mejores puestos en el gobierno al tiempo que atendía la maternidad y aún así, encontraba tiempo para ir a vernos y jugar con nosotros, sus nietos. Recuerdo que yo tenía una muñeca de hule que no tenían pelo, un día se me ocurrió que, si mezclaba agua con talco y perfume obtendría un menjurje que haría que le salga pelo. Estando mi abuelo en la casa le dije que le iba a untar ese remedio para ver si funcionaba, pues estaba calvo, le embarré la cabeza con aquello y mi mamá gritaba ¡papá, no dejes que te haga eso!, él le contestó: ¡déjala! a la mejor y da resultado (ríe). En todos los aspectos de su vida fue un hombre increíble, intachable, que dio a sus hijos una educación demasiado adelantada a la época.

 

Cargo públicos y el ejercicio de la obstetricia

A principios de 1915, Eduardo fue nombrado director de la Escuela Normal. En 1922 ocupando la Jefatura del Departamento de Educación, asumió el cargo como primer rector de la Universidad Nacional del Sureste (actual Universidad Autónoma de Yucatán), fue investido por el gobernador Felipe Carrillo Puerto, su amigo y compañero del Partido Socialista. En ese tiempo fueron creadas las facultades de Ingeniería, Jurisprudencia, la Escuela de Música y la Escuela de Bellas Artes, entre otras. En 1926 dejó el cargo de rector al ser nombrado jefe de la Junta de Sanidad del Estado, siempre detentaba algún cargo público paralelamente al ejercicio de su profesión. En 1930, nuevamente fue nombrado jefe del Departamento de Educación -en esta época atendía a sus pacientes en el consultorio de la calle 63 del centro, anunciando como especialidades el parto y el sistema nervioso-. En 1935 volvió a la jefatura de Sanidad Estatal y de 1944 a 1946 dirigió la Escuela de Medicina. A partir de ese momento regresó a la rectoría de la Universidad, cargo que ejerció hasta su muerte.

 

Obra literaria

Escribió novela, ensayo, crítica, anécdota y numerosos artículos. Su obra maestra “Eugenia”, es considerada la primera novela de ciencia ficción escrita en México. En ella describe una sociedad que acentúa la igualdad entre hombre y mujer llevándola hasta el plano fisiológico. Es asombroso como algunos de los adelantos descritos en esta novela hoy son realidad. 

También escribió “Nociones de Antropología Pedagógica”, “La Cesárea en Yucatán”, “Conferencias sobre Biología”, “Manual Práctico de Psiquiatría”, “Conferencias sobre Historia de las Religiones” y “Compendio de Histología”. En su anecdotario “Reconstrucción de Hechos” despliega sus dotes como caricaturista; y en “Cartas de un Exiliado” nos deleita narrando su arribo y primeras impresiones de Yucatán. En “Antología” abarca múltiples temas en los que plasma su manera de pensar. En 1946 escribió “Del Imperio a la Revolución”; y en 1949 “La Emigración Cubana en Yucatán”. 

Todos los derechos de su obra fueron cedidos a la UADY. 

En 1952 Eduardo celebró sus bodas de oro profesionales siendo rector de la Universidad de Yucatán. Al año siguiente durante un viaje a la ciudad de México, sufrió un infarto. El arzobispo de Yucatán, don Fernando Ruiz Solórzano, fue a visitarlo al hospital y al entrar a su cuarto le dijo (en tono bromista refiriéndose al obstetra): “No vengo a verte como sacerdote, sino como amigo, pues tú nunca has requerido de mis servicios, como yo tampoco de los tuyos”. 

El 16 de febrero de 1955 sufrió un segundo infarto que le quitó la vida. 

Eduardo Urzaiz Rodríguez fue un sanador en el más puro y amplio sentido de la palabra, durante su vida aplicó esta práctica de una u otra manera en todos los rubros que abarcó; siempre empático, caritativo y generoso con su tiempo, aún siendo un hombre sumamente ocupado, nunca descuidó a su familia. Precursor de la cesárea en Yucatán, amado profesor y brillante escritor, su obra representa un enorme legado para esta tierra, la que lo cobijó y a la que él agradecido, le devolvió mucho más de lo recibido.

 

Edición: Laura Espejo


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