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Enrique Martín Briceño
La Jornada Maya

28 de diciembre, 2015

No es posible, en tan breve espacio, detallar la actuación de los trovadores yucatecos fuera de su terruño durante los años veinte del siglo pasado. Baste recordar lo que al respecto asienta Rubén M. Campos en El folklore musical de las ciudades (1930): “[el núcleo de trovadores yucatecos] por su acción para dejar el solar patrio y emigrar a donde quiera, es hoy el más conocido en la capital de la República. Frecuentemente los cancioneros yucatecos forman pequeñas agrupaciones y van a los Estados Unidos, salvando largas distancias, para hacerse conocer, y regresan contentos de sus viajes de exploración. Pero es curioso anotar que siempre vuelven, después de permanencias más o menos largas, y retornados a su tierra natal, Yucatán, dejan a otros cancioneros que vengan a México y a su vez vayan a los Estados Unidos para volver a su país y al punto de partida que es la tierra peninsular.”

Pero he aquí que este generoso caudal, llegado a la capital del país en pleno auge del nacionalismo revolucionario en las artes y las letras, no fue del todo comprendido por la elite intelectual empeñada en la definición de “lo mexicano”, sobre todo porque dos de sus géneros no se avenían con su visión: el bambuco colombiano y el bolero cubano. Ignorando la especificidad de la canción popular yucateca, abierta a las influencias del Caribe y de más allá desde el siglo anterior, los guardianes del “alma nacional” volvieron la espalda a aquellos géneros cuyas características chocaban con las que habían decretado como distintivas de la “canción mexicana”.

Por esa razón, el escritor y músico guanajuatense Rubén M. Campos, codirector con Ponce de la Revista Musical de México en 1919-1920, en su libro sobre El folklore y la música mexicana, publicado en 1928 por la Secretaría de Educación Pública, reprodujo las partituras de dos canciones yucatecas tomándose la libertad de hacerles modificaciones para ajustarlas al modelo de la canción abajeña. Así, a la canción Antes que el negro y solitario olvido, de Chan Cil, le recortó sin remordimiento la parte C, y el bolero Para no darme cuenta de la vida, de Enrique Galaz, lo transcribió suprimiendo los cinquillos cubanos y “melancolizándola”. Dice Campos al respecto:

“Para juzgar de la belleza de las canciones de Galaz no hay más que oírlas […] Solamente podrá hacerse una apreciación sin perder el tiempo en frases vanas al oír al piano la expresada canción que con la aquiscencia [sic] he escrito en compás de 4 por 4, para melancolizar el movimiento ágil de dos por cuatro en que la canta él gallardamente al ritmo del cinquillo cubano, con lo cual ha perdido en alegría lo que ha ganado en tristeza, porque el cancionero Galaz aprueba el decir del viejo cancionero Antonio Zúñiga: ‘La monta no está en cantar alto: bajito, y medio tristón’.”

(Por suerte, recientemente se ha encontrado una grabación de este bolero realizada por el propio autor, que permite apreciar la distancia entre la composición original y la versión del folclorista. En descargo de Campos hay que decir que observa que en Yucatán la tradición “se conserva religiosamente” y señala la circunstancia de que los poetas yucatecos de mayor renombre no desdeñan entregar sus textos a los trovadores para que pongan en música. “Es acaso la única región mexicana en donde vive tan poética tradición y de donde vienen los brotes nuevos de las bellas canciones a injertarse en la vieja cepa mexicana.”)

En otra muestra de rechazo al género cubano, el compositor Ignacio Fernández Esperón, Tata Nacho, en 1927, al saber que su joven amigo yucateco Guty Cárdenas participaría con un bolero en el concurso “La Fiesta de la Canción” en el Teatro Lírico de la ciudad de México, le sugirió que cambiara el ritmo de su composición. Así, el bolero Nunca se dio a conocer al mundo como una clave, género que en las grabaciones y partituras de esos años aparece con frecuencia como “canción yucateca”. No era más mexicano, pero al menos era tan melancólico como la canción del Bajío y el occidente.

Tal fue la fuerza del estereotipo creado por Ponce que aún en 1961, cuando Vicente T. Mendoza escribió su libro sobre La canción mexicana, reconocía como “canción mexicana, romántica y sentimental” a aquella estructurada en dos estrofas con ritornelo, y como “verdadera” forma de creación de dicha canción a la predominante en el Bajío, donde letra y música surgían simultáneamente. De tal manera, entre los 315 ejemplares que el folclorista recogió en esa compilación, solamente incluyó siete canciones peninsulares... y –por supuesto– ni boleros ni bambucos.

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