de

del

Enrique Martín Briceño
Foto: Museo de la Canción Yucateca
La Jornada Maya

22 de diciembre, 2015

Durante la segunda década del siglo XX, el vendaval revolucionario barre la nación entera, removiendo las viejas estructuras porfirianas y desafiando sus concepciones culturales con una nueva valoración de lo indígena y lo mestizo y una afanosa búsqueda de “lo mexicano” acoplada a una voluntad unificadora que se abre paso a despecho de la gran diversidad regional que, en el terreno de las expresiones populares, se pone de manifiesto en la capital durante los años veinte.

En este clima, Manuel M. Ponce desarrolla el estereotipo que identifica la “canción mexicana” con la canción del Bajío y el occidente de la república. Desde que en 1913 publicó sus 25 canciones mexicanas, obra que incluye arreglos de canciones populares anónimas, el músico comenzó la reivindicación de aquellas “huerfanitas”, como las llamó, que hasta 1910 habían sido desdeñadas por los intelectuales y artistas nacionales. Según él, durante un siglo de vida independiente, el gobierno y los creadores habían perseguido la europeización de México, sin preocuparse mucho poco de formar el “alma nacional”. Por ello, ante el riesgo de que las canciones que cantaba el pueblo cayeran en el olvido y con el afán de presentarlas en sociedad, se había dado a la tarea de reunirlas y, además, las había sometido a un proceso de selección, estilización y “ennoblecimiento”.

En el clima turbulento posterior a 1914 y 1915, con el aliento nacionalista de la Revolución mexicana, Ponce fue de aquellos hombres –políticos, activistas, artistas e intelectuales– que intentaron definir al país y a su pueblo a partir del estudio, descripción y explicación de las manifestaciones populares. Integró, pues, esa elite que, desde la capital de la nación, se arrogó el derecho de sancionar las manifestaciones populares “auténticas” con el propósito de inscribirlas en la cultura revolucionaria. Así, aunque reconociera tres regiones en lo que a cantos se refiere (el norte, el occidente y la costa), “en la creación de una vertiente cultural ‘mexicanista’, Ponce recurrió a una ‘invención’ de México en la que los valores y las dimensiones estereotípicas de Occidente [mexicano] se impusieron sobre el resto de las manifestaciones culturales regionales del país”.

Para el maestro zacatecano, “canción mexicana” era aquella que se apegaba a la forma distintiva de la canción abajeña: dos estrofas de cuatro versos de arte mayor, donde la música de los versos 4 y 5 era retomada en los versos 7 y 8 (ritornelo). Con esta convicción, buscó ejemplos en distintas regiones de la geografía mexicana que avalaran su tesis y aun encontró una canción maya yucateca que se adaptaba a dicha forma. (Como hace un par de años he encontrado que esta canción, titulada [i]Hach chichanen[/i], figura, con un texto más largo, entre los [i]Cantares de Dzitbalché[/i], manuscrito del siglo XVIII que reúne cantos indígenas probablemente más antiguos, sospecho que Ponce “estilizó” la versión que conoció para meterla en el molde de la canción del Bajío y el occidente de México.)

Al mismo tiempo que Ponce establecía esa noción desde el centro, en Yucatán, a fines de la segunda década del siglo, un grupo de músicos de diversos orígenes sociales, con la colaboración de poetas o aficionados de clase media, sin dejar de componer danzas o canciones más o menos próximas al modelo abajeño, comenzaba a cultivar con fruición géneros como la clave y el bolero, de raíz caribeña, y el bambuco, de cuna colombiana. Varios de estos trovadores, entre quienes se encuentra Ricardo Palmerín, forman parte de la embajada artística enviada por el gobierno de Yucatán a la ciudad de México con motivo de los festejos por el centenario de la consumación de la Independencia, en septiembre de 1921. A raíz de esa experiencia, que da a conocer a los capitalinos canciones antiguas y recientes de los trovadores peninsulares, algunos de estos decidirán probar suerte en la metrópoli, con tal éxito que el hilito de agua que traía las creaciones peninsulares irá creciendo paulatinamente a lo largo de esta década. Como anuncio de lo que vendría –y como muestra del interés despertado por las composiciones yucatecas– el propio año de 1921 Ricardo Palmerín vio grabado como danzón su bambuco [i]Flores de mayo[/i] por la Orquesta Internacional de Leroy Shield. (No puede dejar de mencionarse, así sea de paso, que, desde 1920, el danzón, de la mano de los yucatecos hermanos Concha, conquistaba la capital azteca en el legendario Salón México.)

Un recuento muy incompleto de las canciones yucatecas que fueron más populares en el México de esos años, conocidos como época de oro de la canción yucateca, incluye, de Ricardo Palmerín, los bambucos [i]El rosal enfermo[/i] (Lázaro Sánchez Pinto) y [i]Las dos rosas[/i] (José Esquivel Pren) y las danzas [i]Peregrina[/i] y [i]Las golondrinas[/i], ambas con letra de Luis Rosado Vega; los boleros [i]Presentimiento[/i], de Emilio Pacheco, con letra de Pedro Mata; [i]Ella[/i] de Domingo Casanova, con versos de Osvaldo Bazil, y [i]Beso de muerte[/i], de Pepe Martínez, y el bambuco [i]Sepulturero[/i], de Armando Camejo. Para no hablar de las canciones de Guty Cárdenas y Pepe Domínguez que se llegan a cantar en todo el continente. En esta popularidad influyeron, por una parte, las presentaciones en vivo de los trovadores, pero también, por otra, las grabaciones que realizan desde 1924 intérpretes como el español José Moriche y el dueto formado por el panameño Alcides Briceño y el colombiano Jorge Áñez, y, desde 1927, yucatecos como Guty Cárdenas, el dúo Peraza-Manzanero, el dueto de Pepe Domínguez y Felipe Castillo, el Quinteto Mérida, los trovadores Alpuche-Ferreiro-Tenorio y los Cancioneros Yucatecos Palmerín, entre muchos otros.

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