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Juan Manuel Díaz Yarto
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La Jornada Maya

7 de noviembre, 2015

En Yucatán las autoridades cometen imperdonables omisiones en la materialización del derecho a la educación, de las que solo mencionaré dos por estar relacionadas con los prestadores de servicios a la UADY (Universidad Autónoma de Yucatán). La primera es la que padecen cotidianamente los estudiantes al tener que utilizar el deficiente transporte público para llegar a sus facultades y a sus centros de investigación. Este servicio ha sido dejado en las manos de un mercado que no tiene interés en mejorar y que ofrece un producto deficiente, incómodo y caro (por la relación fallida entre costo y calidad), con tarifas que van desde los 4 (con descuento), hasta los 6 pesos por viaje, y que tiene cautivos a una buena parte de los 14 mil 289 estudiantes de licenciatura y a 569 de posgrado, que no tienen automóvil y deben llegar a sus centros académicos.

A esta situación, que ya hace más difícil la permanencia como estudiante, y que agrede también a trabajadores y a algunos profesores, se agrega, en segundo lugar, el mal servicio ofrecido en las cafeterías de cada facultad, donde abunda la comida chatarra, de baja calidad alimenticia y, especialmente, un ambiente de muy relajada higiene.

El derecho a la educación asentado en la constitución de México obliga, en el papel, a las autoridades a hacer lo necesario para garantizar la igualdad de oportunidades de acceso y permanencia de los individuos a los servicios educativos. Incluso manda, que los gobernantes deben dirigirse de manera preferente a los grupos que estén en desventaja de oportunidades. Esto quiere decir, que los mandatarios llevan sobre los hombros la responsabilidad ineludible de poner en práctica acciones que garanticen este derecho universal para los mexicanos.

Cumplir con esta tarea, se comprende, rebasa el solo hecho de contar con edificios e instalaciones universitarias de reciente construcción, sino que obliga a desarrollar un programa integral que tome en cuenta las distintas condiciones socioeconómicas de los estudiantes que las ocuparán, además de lograr que sean de fácil acceso y que cuenten con cómodos y adecuados espacios.

Es sabido que la UADY acepta preferentemente a estudiantes que provienen de sectores sociales con ingresos medios y bajos, que rentan habitaciones en Mérida por ser originarios de los pueblos vecinos, o que, (una minoría) deben viajar diariamente hasta la ciudad. A todos ellos les significa un gasto que debe producir la familia y que alberga la esperanza de poder sostenerlo durante los años que sean necesarios. Esta realidad de esfuerzo y compromiso familiar no está siendo valorada, ni acompañada por las autoridades (universitarias y de gobierno) al dejar en las manos de estos dos grupos de empresarios, la libre absorción de los bajos presupuestos de la mayoría de los estudiantes.

Existen ejemplos practicados por otras universidades que evitan tener que improvisar soluciones y que frenan la profundización de la desigualdad educativa. Sin embargo, la continuidad de estas prácticas desreguladas, dan cuenta del olvido en el que se encuentran los estudiantes reales y pone en entredicho la capacidad de las autoridades responsables para garantizar la igualdad de oportunidades en la educación.

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