Josetxo Zaldua
La Jornada
16 de noviembre, 2015
El Rey Ricardo I, conocido como Ricardo Corazón de León, llego a Acre (Palestina) en junio de 1191. De entonces a ahora Occidente ha estado en permanente cruzada contra los llamados sarracenos. En aquellos tiempos se dieron mil y una explicaciones para justificar tamaña invasión, pero todos sabemos que el motor principal de aquellos salvajes entrometidos era someter a unos pueblos sabios pero alejados de las creencias religiosas de Occidente.
Nuestros tiempos son hijos directos de aquellos agravios. Cierto que la humanidad ha avanzado en todos los órdenes, pero también es verdad que permanece en las élites del poder político, económico y militar la tentación de meterse en camisas de once varas.
Imposible no condenar lo sucedido en París el viernes 13 de noviembre, como es inevitable recordar el atentado contra el avión ruso en Egipto y la masacre de Nueva York el fatídico 11-S. Y otras muchas matanzas que no conocemos porque no afectan a Occcidente y consiguientemente se ocultan
Han pasado no pocos años desde las salvajadas de Ricardo I a las salvajadas de nuestros tiempos modernos, pero salvajadas al fin y al cabo. La mala cabeza de los gobernantes, del signo ideológico que sean, no la pagan ellos, pero sí les viene bien porque tienen pretextos para atornillarnos todavía más. No votamos para que esos cabezas huecas declaren la guerra a todo vecino por cuestiones meramente económicas, geoestratégicas ni mucho menos religiosas. Cada nación debe ejercer el derecho a dotarse del gobierno que estime conveniente.
Esas sangrientas e imperdonables decisiones las pagamos nosotros, tengamos el color de piel que tengamos y las creencias religiosas que profesemos. Estamos indefensos. El presidente de Francia, Francois Hollande no estaba en el Bataclan, ni en ninguno de los restaurantes del corazón de París, ni mucho menos estaba desprotegido, como el 90 por ciento de sus gobernados. El señor estaba viendo futbol en el Estadio de Francia, cerca del escenario de la carcinería. Estaba a salvo. Los demás no.
Francia es tal vez el país más multiétnico de Europa junto con Inglaterra. País fascinante que presume de tener como capital a la que no poca gente considera la más bella ciudad del planeta, París, se enfrenta hoy a una cruel disyuntiva: por de pronto ya cerraron sus fronteras. Falta ver si internamente sucumben a la tentación de fregar a los no blanquitos; negros, orientales y árabes, musulmanes o no, que nada tienen que ver con la barbarie del viernes 13.
Algo está fallando en los cimientos de la sociedad terrícola. ¿Cómo explicar qué haya una sangría permanente de ciudadanos europeos que llegan a reforzar las filas del llamado Estado Islámico. ¿Qué hemos hecho para provocar semejante fractura?
Violencia contra mujeres, sexismo desatado, narcotráfico a la medida, muertes, desapariciones, torturas, delincuentes de cuello blanco, miseria creciente, tales son algunos de los males que aquejan a todas las naciones. Y lejos de enmendar la plana, los gobernantes se encastillan, estrechan cercanías y posiciones cómplices mientras los gobernados cada vez creen menos en ellos.
No hacen falta bombas. Hace falta inteligencia y sensibilidad para desactivar por las buenas la bronca social. Menos bombas y más educación, menos bombas y más trabajo, menos bombas y más servicios de salud, menos bombas y menos ricos y más equilibrio social. Y sobre todo, más respeto para quien vive y piensa diferente sin dañar a nadie.
El camino contrario es la barbarie.
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